sábado, 24 de junio de 2017

las cronicas de narnia 1


C. S. LEWIS





LAS CRONICAS DE NARNIA

LIBRO II

EL PRINCIPE CASPIAN







ILUSTRACIONES DE
ALICIA SILVA ENCINA















EDITORIAL ANDRES BELLO





















A Mary Clare Havard

I     LA ISLA











HABIA una vez cuatro niños que se llamaban Pedro, Susana, Edmundo y Lucía, cuyas extraordinarias aventuras se relataron en otro libro titulado El León, La Bruja y El Ropero. Un día abrieron la puerta de un ropero mágico y se encontraron en un mundo muy diferente al nuestro, y en ese mundo diferente llegaron a ser Reyes y Reinas de un país llamado Narnia. Mientras estuvieron en Narnia, les pareció reinar por años y años; mas cuando volvieron a traspasar la puerta del ropero y retornaron a Inglaterra, parecía que no había pasado ni un instante. En todo caso, nadie se dio cuenta de su ausencia, y ellos no se lo contaron a nadie, salvo a un anciano muy sabio.
Todo eso había sucedido un año atrás, y ahora los cuatro se hallaban sentados en un ba



so.
—Ah, ustedes son harto bromistas, por lo que veo —dijo el Enano—. Como si yo no supiera lo bien que dispara al arco, después de lo que pasó esta mañana. Pero, de todas formas, haré un intento.
Su voz era áspera y dura, pero sus ojos brillaban, pues era el arquero más famoso entre su gente.
Salieron al patio.
—¿Cuál será el blanco? —preguntó Pedro.
—Creo que nos servirá esa manzana que cuelga sobre la muralla —indicó Susana.
—Muy bien, muchacha —dijo Trumpkin—. ¿Te refieres a la amarilla cerca de la mitad del arco?
—No, Enano —aclaró Susana—. La roja, allá arriba, sobre la almena.
El rostro del Enano se ensombreció. "Parece más bien una cereza que una manzana", murmuró para sí, pero no dijo nada.
Jugaron al cara o cruz para ver quién haría el primer tiro (eso despertó el interés de Trumpkin, pues jamás había visto lanzar una moneda al aire) y Susana perdió. Tenían que disparar desde la escalinata que conducía de la sala al patio. Al ver cómo el Enano tomaba su posición y manejaba el arco, comprendieron que él sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Twang chirrió la cuerda. Fue un excelente tiro. La manzanita tembló al pasar la flecha, y una hoja cayó revoloteando al suelo. Entonces Susana subió la escalinata y tensó su arco. Disfrutaba esa competencia mucho menos de lo que Edmundo disfrutó la suya; no porque dudara de su victoria, sino porque Susana tenía un corazón sumamente tierno y aborrecía tener que derrotar a alguien que venía de ser derrotado. El Enano la contempló fijamente mientras ella llevaba el dardo a su oído. Un instante después, con un leve ruido sordo que todos pudieron escuchar en el silencio que reinaba, la manzana cayó al pasto atravesada por la flecha de Susana.
—¡Buen tiro, Su! —gritaron los niños.
—No fue mucho mejor que el tuyo —dijo Susana al Enano—. Me pareció que soplaba un poquito de viento cuando disparaste.
—No había viento —declaró Trumpkin—. No me des explicaciones. Sé cuando me han batido limpiamente. Ni siquiera diré que la cicatriz de mi última herida no me deja estirar el brazo hacia atrás.
—¿Estás herido? —preguntó Lucía—. Déjame ver tu herida.
—No es un espectáculo apropiado para niñas —comenzó Trumpkin, pero súbitamente se detuvo—. Otra vez estoy diciendo tonteras —añadió—. Supongo que serás un cirujano de primera clase, como tu hermano es un gran espadachín y tu hermana una experta en el arco.
 Se sentó en las gradas, se quitó la cota y se bajó la camisola, mostrando un brazo peludo y musculoso (en proporción) como el de un marinero, aunque no más grande que el de un niño. En su hombro tenía un vendaje muy mal hecho, que Lucía procedió de inmediato a desenrollar. Dejó al descubierto un tajo de aspecto bastante desagradable y muy inflamado.
—Pobre Trumpkin —se compadeció Lucía—. Qué atroz.
Con gran cuidado dejó caer sobre la herida una sola gota del cordial que contenía su frasco.
—¡Eh! ¿Qué haces? —chilló Trumpkin.
Daba vuelta lo más posible su cabeza y miraba de reojo moviendo la barba de un lado a otro, sin lograr ver su hombro. Pudo tocarlo poniendo sus brazos y dedos en posiciones muy difíciles, como cuando tratas de rascarte un punto que está fuera de tu alcance. Hizo girar el brazo, lo levantó, probó sus músculos y, finalmente, se puso de pie de un brinco, gritando:
—¡Gigantes y juníperos! ¡Me ha sanado! Mi brazo está tan fuerte como antes. —Soltó una carcajada y dijo—: Bueno, he hecho el ridículo como ningún Enano lo ha hecho en toda su vida. Espero no haberlos ofendido. Mi humilde respeto a Sus Majestades, mi humilde respeto. Y gracias por mi vida, mi curación, mi desayuno... y mi lección.
Los niños respondieron que todo estaba bien y que no había nada que agradecer.
—Y ahora —dijo Pedro—, si estás dispuesto a creernos...
—Lo estoy —afirmó el Enano.
—Tengo muy claro lo que hay que hacer. Debemos juntarnos con el Rey Caspian de inmediato.
—Lo antes posible —urgió Trumpkin—. Mi tontería nos ha hecho perder cerca de una hora.
—Si seguimos tu camino demoraremos dos días —dijo Pedro—. Nosotros no podemos caminar día y noche como ustedes los Enanos...
Se volvió hacia los otros y agregó:
—Lo que Trumpkin llama el Monumento de Aslan es obviamente la Mesa de Piedra. Recuerden, era casi medio día de caminata, tal vez un poco menos, ir desde allí hasta los Vados de Beruna...
—El Puente de Beruna, le llamamos nosotros —interrumpió Trumpkin.
—No existía ese puente en nuestros tiempos —señaló Pedro—. Y luego, desde Beruna hasta acá había otro día de camino. Andando despacio llegábamos a casa a la hora del té del segundo día. Si vamos rápido, podríamos hacer el viaje en un día y medio.
—Pero acuérdate de que ahora está todo cubierto de bosques —dijo Trumpkin—, y lleno de enemigos a los que hay que sacarles el cuerpo.
—Veamos —intervino Edmundo—, ¿es necesario que vayamos por el mismo camino que hizo nuestro querido amiguito?
—No más bromas, Su Majestad, si me tienes alguna estimación —rogó el Enano.
—Muy bien —contestó Edmundo—. ¿Puedo llamarte Q.A.?
—¡Edmundo! —dijo Susana—. No lo embromes más.
—Está bien, muchacha..., quiero decir Su Majestad —dijo Trumpkin, riendo entre dientes—. Las bromas no sacan ampollas. (Después de eso, a menudo lo llamaban el Q.A. hasta que casi olvidaron su significado).
—Como decía —prosiguió Edmundo—, no tenemos por qué repetir esa ruta. ¿Por qué no remamos un poco al sur hasta llegar al Arroyo Cristalino y lo remontamos? Eso nos lleva por detrás de la Colina de la Mesa de Piedra, y mientras estemos en el mar estaremos a salvo. Si partimos de inmediato, podemos alcanzar la fuente del arroyo antes de que oscurezca; podremos dormir unas pocas horas, y estar con Caspian mañana muy temprano.
—Qué gran cosa es conocer la costa —dijo Trumpkin—. Ninguno de nosotros sabe que existe el Cristalino.
—Y, ¿qué vamos a comer? —preguntó Susana.
—Tendremos que conformarnos con manzanas —dijo Lucía—. Por favor, vámonos ya. No hemos hecho nada todavía y ya hace casi dos días que llegamos.
—Eso sí que nadie va a usar otra vez mi sombrero como canasto para guardar pescados —bromeó Edmundo.
Uno de los impermeables fue utilizado como bolsa que llenaron de manzanas. Bebieron un largo trago de agua en el pozo (sabían que no encontrarían agua fresca hasta llegar al manantial del Cristalino) y bajaron a la playa donde estaba atracado el bote. Los niños lamentaron dejar Cair Paravel, pues allí, a pesar de estar en ruinas, habían vuelto a tener la sensación de encontrarse en casa.
—Que el Q.A. se haga cargo de gobernar el bote —ordenó Pedro—, y Edmundo y yo tomaremos los remos. Esperen un momento; es mejor que nos saquemos las mallas; va a hacer un calor terrible. Las niñas se instalarán en la proa y dirigirán al Q.A., porque él no conoce el camino. Traten de encontrar una buena ruta para salir al mar y alejarnos de la isla.
Pronto la verde y arbolada costa de la isla fue quedando atrás y sus pequeñas bahías y lomajes se veían más planos a medida que el bote subía y bajaba mecido por un suave oleaje. El mar se hizo más profundo a su alrededor y, a la distancia, se tornaba más azul; pero en las cercanías del bote conservaba su color verde y su espuma blanca. Todo olía a sal; no se escuchaba otro ruido que el silbante sonido del agua, el clop-clop de las olas estrellándose contra los costados del bote, el chapoteo de los remos y el destemplado chirrido de los escálamos. El calor del sol se hizo más intenso.
Lucía y Susana disfrutaban en la proa, inclinándose sobre el borde y tratando, sin éxito, de hundir sus manos en el agua. Abajo podían ver el fondo del mar: en su mayor parte arena clara y pura, con algunas manchas de algas marinas de color púrpura.
—Es como en nuestros tiempos —dijo Lucía—. ¿Te acuerdas del viaje a Terebintia... y a Galma... y a las Siete Islas... y a las Islas Desiertas?
—Sí —murmuró Susana—, y nuestro barco favorito, el Resplandor Cristalino, con la cabeza de cisne en su proa, y las alas talladas del cisne que parecían abrazarlo casi hasta el combés.
—¿Y las velas de seda, y los inmensos fanales de popa?
—¿Y los banquetes en la cubierta de popa, y los músicos?
—¿Te acuerdas cuando hicimos que los músicos tocaran las flautas arriba de las jarcias, para hacernos la ilusión de que la música caía del cielo?
Más tarde Susana reemplazó a Edmundo en el remo y él fue a sentarse junto a Lucía. Dejaron atrás la isla y se mantuvieron muy cerca de la playa desierta y cubierta de espesa selva. Les parecería muy hermosa si no la recordaran como era antes, abierta y ventosa y llena de amigos alegres.
—¡Puf, este trabajo es agotador! —se quejó Pedro.
—¿Me dejas remar un rato? —preguntó Lucía.
—Los remos son demasiado pesados para ti —contestó Pedro secamente, no porque estuviera enfadado, sino porque apenas le quedaban fuerzas para hablar.

 



 

 

 

 


 

IX   LO QUE VIO LUCIA






Antes de rodear el último cabo y comenzar a remontar el Cristalino, Susana y los niños se sintieron tremendamente cansados de tanto remar. Lucía tenía dolor de cabeza por las largas horas al sol y el reflejo de éste en el agua. El mismo Trumpkin ansiaba que el viaje terminara pronto; iba sentado sobre un banco hecho para hombres, no para Enanos, y sus pies no alcanzaban a tocar el piso; todos sabemos lo incómoda que es esta posición aun por unos pocos minutos. Y a medida que se sentían más cansados, más decaía su ánimo. Hasta entonces, los niños habían pensado únicamente en la idea de reunirse con Caspian. Ahora se preguntaban qué harían cuando estuviesen frente a él; y dudaban de que un puñado de Enanos y criaturas de los bosques pudiera derrotar a un ejército de hombres adultos.
Lentamente caía el crepúsculo mientras remaban entre los recodos del Arroyo Cristalino; un crepúsculo que se hacía más intenso a medida que las riberas se acercaban y que las copas de los árboles que colgaban de ellas casi se juntaban encima de sus cabezas. Una gran quietud se adueñaba del paraje mientras el rumor del mar moría a sus espaldas; podían oír hasta el suave canto de las gotas de los arroyuelos que bajaban de los montes a verter sus aguas en el Cristalino.
Cuando al fin pudieron desembarcar, era tal el cansancio que no tuvieron fuerzas para encender un fuego, y hasta una cena de manzanas (a pesar de que no querían volver a ver una manzana nunca más en su vida) les pareció mejor que tratar de cazar o pescar algo. Luego de una silenciosa y frugal cena, se amontonaron bajo cuatro frondosas hayas, teniendo como lecho el verde musgo y las hojas secas.
Se quedaron dormidos en el acto, a excepción de Lucía, quien, como no estaba tan cansada como los demás, tuvo dificultades para acomodarse. Había olvidado, hasta ese momento, que los Enanos roncan. Sabía que la mejor manera de quedarse dormida es no forzarse, así que abrió los ojos. A través de las hojas de los helechos y de las ramas de los arbustos alcanzaba a ver justo un pedazo del agua del Arroyo, y arriba, el cielo. Con la emoción del recuerdo, volvió a ver titilar, después de tantos años, las fulgurantes estrellas de Narnia. En otra época le fueron más familiares que las estrellas de su propio mundo, puesto que se iba a la cama mucho más tarde siendo Reina en Narnia que siendo una niña en Inglaterra. Y allí estaban; al menos las tres constelaciones del verano podían distinguirse claramente desde donde ella estaba tendida: la Nave, el Martillo y el Leopardo. "Mi querido Leopardo", dijo con alegría para sus adentros.
En vez de conseguir amodorrarse, se sentía cada vez más despierta, en medio de un extraño desvelo nocturnal, como en un ensueño. El Arroyo se tornaba poco a poco más radiante. Supo que había salido la luna, aunque no podía verla. Tuvo la sensación de que todo el bosque despertaba junto con ella. Casi sin darse cuenta, se levantó y caminó algunos pasos, alejándose del campamento.
"¡Qué maravilla!", pensó. El aire era fresco; los más deliciosos aromas perfumaban el ambiente. Muy cerca de ella, oyó el gorjeo de un ruiseñor que ensayaba su canto; callaba un momento para luego recomenzar. Vislumbró una gran luminosidad al frente. Se dirigió hacia la luz y llegó a un sitio donde no había tantos árboles y en cambio se veía el suelo sembrado de enormes manchones o lagunas de luz de luna, y el claro de luna y las sombras se entremezclaban tan estrechamente que apenas se distinguía dónde estaba cada cosa ni qué era. En ese momento el ruiseñor, satisfecho por fin de su armonía, rompió a cantar con toda su voz.
Los ojos de Lucía se acostumbraron a la luz y vio más claramente los árboles que la rodeaban. La invadió una honda nostalgia al recordar aquellos días en que los árboles de Narnia podían hablar. Sabía exactamente cómo hablaría cada árbol si ella lograba despertarlo, y qué forma humana tomaría. Contempló un plateado abedul: hablaría con voz tierna y lluviosa y se asemejaría a una esbelta niña, con su pelo al viento cayendo a ambos lados de su cara, y sería muy aficionada al baile. Miró al roble: sería un anciano algo marchito pero muy cordial, con su barba crespa y con verrugas en la cara y en las manos, y le crecerían pelos en las verrugas. Miró la haya bajo la cual se encontraba. Ah... sería el mejor de los árboles. Una diosa graciosa, serena y majestuosa, la gran dama del bosque.
—Oh Arboles, Arboles, Arboles —llamó Lucía (aunque en ningún momento había pretendido hablarles)—. Oh Arboles, despierten, despierten, despierten. ¿No lo recuerdan? Dríades y Hamadríades, salgan, vengan a mí.
Aunque no corría ni la más leve brisa, los árboles se agitaron a su alrededor. El susurrar de sus hojas fue como pronunciar una palabra. El ruiseñor dejó de cantar, como si también él quisiera escuchar. Lucía tuvo la impresión de que de un momento a otro iba a entender lo que los Arboles trataban de decirle. Pero ese momento no llegó. El susurro fue muriendo a lo lejos; el ruiseñor volvió a cantar. Aun al claro de luna el bosque recuperó su apariencia habitual. Sin embargo, Lucía presentía (como cuando intentas a veces recordar un nombre o una fecha y en el momento en que ya casi lo logras, se te borra de la memoria) que en algo había fallado; que había hablado a los árboles o con un segundo de adelanto o con un segundo de atraso, o que había utilizado todas las palabras necesarias menos una; o que había deslizado alguna palabra inadecuada.
De súbito se sintió cansada. Volvió al campamento, se acurrucó entre Susana y Pedro, y se quedó dormida.
A la mañana siguiente, el despertar fue frío y triste; el crepúsculo grisáceo ensombrecía el bosque (el sol aún no salía) y todo estaba húmedo y sucio.
—¡Uf, manzanas! —rezongó Trumpkin, con una mueca de decepción—. ¡Tendrán que admitir, Reyes y Reinas del Pasado, que ustedes no alimentan muy bien a sus cortesanos!
Se levantaron, sacudieron sus ropas y miraron en derredor. Los árboles eran tan frondosos que no les permitían ver más allá de unos pocos metros, en cualquier dirección.
—¿Supongo que Sus Majestades conocen bien el camino? —preguntó el Enano.
—Yo no —respondió Susana—. Nunca había visto estos bosques. En realidad, desde el principio pensé que deberíamos haber ido por el río.
—Entonces, debiste decirlo a tiempo —dijo Pedro, con un tono cortante, bastante comprensible.
—No le hagas caso —advirtió Edmundo—. Es una aguafiestas. Tienes tu compás de bolsillo, Pedro, ¿no es cierto? Entonces, estamos perfectamente bien. Sólo tenemos que seguir la dirección noroeste, atravesar ese riachuelo, el cómo-se-llama, ah, sí, el Torrente...
—Ya sé cuál —dijo Pedro—. Es el que se junta con el gran río en los Vados de Beruna, o el Puente de Beruna, como lo llama el Q.A.
—Eso es. Lo cruzaremos, subiremos la colina, y a eso de las ocho o nueve estaremos en la Mesa de Piedra, el Monumento de Aslan, quiero decir. ¡Espero que el Rey Caspian nos reciba con un buen desayuno!
—Y yo espero que tú tengas razón —insistió Susana—. No me acuerdo de nada.
—Eso es lo malo con las niñas —dijo Edmundo a Pedro y al Enano—. Nunca pueden tener un mapa en sus cabezas.
—Nuestras cabezas tienen otras cosas dentro —replicó Lucía.
Al principio todo parecía marchar muy bien. Incluso creyeron haber dado con un viejo sendero; pero si entiendes algo de bosques, sabrás que uno está siempre encontrando senderos imaginarios que desaparecen al cabo de cinco minutos, y entonces crees encontrar otro (y ojalá no sea el mismo) que también desaparece, y después de haber sido tentado engañosamente a abandonar la dirección correcta, te das cuenta de que ninguno de ellos era un verdadero sendero. Pero los niños y el Enano estaban acostumbrados a los bosques y no se desviaban de su ruta por más de unos segundos.
Continuaron su camino lentamente durante cerca de media hora (tres de ellos sentían sus músculos tensos por el ejercicio de remo del día anterior). De pronto, Trumpkin susurró en voz muy baja:
—Deténganse.
Los niños se detuvieron.
—Algo nos sigue —continuó—, o más bien, algo va a nuestro mismo paso, allá, a la izquierda.
Permanecieron en silencio, escuchando y esforzándose por ver hasta que les dolieron los ojos y los oídos.
—Es mejor que tengamos el arco preparado —aconsejó Susana al Enano. Trumpkin asintió, y cuando ambos arcos estuvieron prontos, el grupo se puso nuevamente en marcha.
Caminaron unos cuantos metros por montes bastante abiertos, manteniendo una severa vigilancia. Llegaron a un sitio donde los matorrales se hicieron más tupidos y se vieron obligados a pasar muy cerca de ellos. Cuando iban cruzando, se escuchó un gruñido y algo apareció súbitamente, saliendo como un rayo de entre las quebradizas ramas y derribando a Lucía que, al caer desmayada, alcanzó a escuchar el chirrido de la cuerda de un arco. Cuando recobró el conocimiento, vio que un gran oso gris de aspecto feroz yacía muerto a su lado, con una flecha de Trumpkin clavada en su espalda.
—El Q.A. te venció en ese tiro, Su —dijo Pedro, con una sonrisa un poco forzada. También él estaba perturbado por lo sucedido.
—Yo... yo reaccioné tarde —dijo Susana, avergonzada—. Temía que fuera... ya saben... uno de nuestros osos, de los osos que hablan.
Susana detestaba las matanzas.
—Ese es el problema ahora —asintió Trumpkin—, porque la mayor parte de las bestias se han vuelto hostiles y han enmudecido, pero todavía quedan algunas de las nuestras. Nunca se sabe, y no se puede arriesgar el pellejo para saberlo.
—Pobre Oso —dijo Susana—. ¿No creen que sería de los nuestros?
—Este no —afirmó el Enano—. Vi su cara y escuché su gruñido. El buscaba Niñita para su desayuno. A propósito de desayuno, no quise antes desilusionar a Sus Majestades cuando hablaron de sus esperanzas en el buen desayuno que les ofrecería el Rey Caspian: la comida está sumamente escasa en el campamento. En cambio, un oso tiene harta carne. Sería una vergüenza dejar esta carcasa sin sacarle un pedacito, y no tardaríamos más de media hora. No dudo de que ustedes, jovencitos..., Reyes, quise decir, saben desollar un oso, ¿no?
—Vamos a sentarnos lo más lejos posible —dijo Susana a Lucía—. Me imagino lo horrible que va a ser todo esto.
Lucía se estremeció y asintió. Cuando estuvieron a prudente distancia:
—Una idea terrible me viene a la cabeza, Su —dijo.
—¿Qué idea?
—¿No sería espantoso que un día en nuestro mundo, en casa, los hombres se volvieran salvajes por dentro, como los animales de aquí, pero parecieran humanos y no pudiéramos saber quién era quién?
—Bastantes preocupaciones tenemos ahora y aquí en
Narnia —dijo la práctica Susana—, sin necesidad de imaginar cosas así.
Cuando regresaron, los niños y el Enano ya tenían cortada la mejor carne, y calculada la cantidad que podían llevar consigo. No es muy agradable tener los bolsillos llenos de carne cruda, de modo que la envolvieron en hojas frescas lo mejor que pudieron. Sabían por experiencia que, cuando hubieran caminado lo bastante como para sentir verdaderamente hambre, cambiarían de opinión respecto a esos paquetes blandos y asquerosos.
Prosiguieron su penoso caminar (haciendo un alto en el primer arroyo que encontraron para lavar tres pares de manos que lo necesitaban con urgencia), hasta que salió el sol, los pájaros empezaron a cantar, y cientos de molestas moscas zumbaban entre las ramas de los helechos. Se fue calmando poco a poco el dolor de sus músculos tensos por el esfuerzo del remo. Sintieron que su ánimo mejoraba; el sol calentaba más y tuvieron que quitarse los yelmos y llevarlos en la mano.
—Supongo que vamos bien —dijo Edmundo al cabo de una hora.
—No creo que podamos equivocarnos mientras no torzamos muy a la izquierda —dijo Pedro—, Si nos dirigimos demasiado hacia la derecha, lo peor que puede pasar es que perdamos un poco de tiempo al encontrarnos con el Gran Río más arriba, en vez de bajar y tomar el atajo.
Y emprendieron otra vez su agotadora marcha en silencio, sin más ruido que el de sus pisadas y el cascabeleo de sus cotas de malla.
—¿Dónde está ese maldito Torrente? —exclamó Edmundo, un buen rato después.
—Creo que ya deberíamos haber dado con él —dijo Pedro—. Pero no nos queda otro remedio que seguir.
Ambos sentían la mirada ansiosa del Enano fija en ellos, pero éste no dijo nada.
Continuaron caminando con gran esfuerzo, sintiendo el peso y el calor de sus cotas de malla.
—¡Qué demonios...! —exclamó Pedro de súbito. Habían llegado sin darse cuenta al borde de un pequeño precipicio desde donde pudieron ver un barranco y al fondo un río. Al otro lado los acantilados eran mucho más altos. Fuera de Edmundo (y tal vez de Trumpkin) nadie en el grupo era experto en escalar montañas.
—Lo siento —se disculpó Pedro—. Es mi culpa por haberlos traído por este camino. Estamos perdidos. Jamás había estado en este lugar.
El Enano dejó escapar un débil silbido.
—Por favor regresemos y tomemos la otra ruta —suplicó Susana—. Yo sabía que nos perderíamos en estos bosques.
—¡Susana! —reprochó Lucía—, no critiques a Pedro; las cosas están muy mal y él hace lo mejor que puede.
—Y tú tampoco hables así a Su —intervino Edmundo—. Yo creo que ella tiene razón.
—¡Toneles y tortugas! —exclamó Trumpkin—. Si nos hemos perdido al venir, ¿qué posibilidades tenemos de encontrar el camino de regreso? Y si tenemos que volver a la isla y empezar todo de nuevo, aun suponiendo que lo lográramos, tendríamos igualmente que darnos por vencidos. A esas alturas Miraz ya habría acabado con Caspian, antes de que llegáramos allí.
—¿Crees que debemos seguir? —preguntó Lucía.
—No estoy tan seguro de que el gran Rey esté perdido —dijo Trumpkin—. ¿Qué impide que ese río sea el Torrente?
—El Torrente no está en un valle —explicó Pedro, guardando la calma con bastante dificultad.
—Su Majestad dice que no está —dijo el Enano—, ¿no debería decir estaba? Ustedes conocieron este país hace cientos, y tal vez miles de años. ¿No puede haber cambiado? Un derrumbe pudo haber socavado la mitad de aquella colina, dejando la roca desnuda, y ésos serían sus precipicios al otro lado del valle. El Torrente pudo haber ido ahondando su cauce en el transcurso de los años, dando forma a los pequeños precipicios de este lado. O tal vez hubo un terremoto o cualquier otra cosa.
—Nunca pensé en eso —reconoció Pedro.
—Y de todos modos —continuó Trumpkin—, aun si este río no es el Torrente, su corriente va más o menos hacia el norte y, por lo tanto, debe caer forzosamente en el Gran Río. Me parece haber atravesado uno semejante cuando bajaba. Si vamos río abajo a la derecha, daremos con el Gran Río, quizás no tan arriba como esperábamos, pero al menos más cerca de lo que estaríamos si hubiésemos seguido mi camino.
—¡Trumpkin, eres un gran tipo! —dijo Pedro—. Vamos entonces, bajemos por este lado del valle.
—¡Miren, miren, miren! —gritó Lucía.
—¿Dónde? ¿Qué cosa? —preguntaron todos.
—El León —respondió Lucía—. El propio Aslan. ¿No lo vieron?
La expresión de su rostro había cambiado y sus ojos brillaban,
—¿Quieres decir...? —empezó Pedro.
—¿Dónde crees que lo viste? —preguntó Susana.
—No hables como los adultos —dijo Lucía, dando una patada en el suelo—. No creí verlo. Lo vi.
—¿Dónde, Lu? —preguntó Pedro.
—Justo allá arriba entre esos fresnos del monte. No, a este lado de la quebrada, y arriba, no abajo. Justo al lado contrario del camino que ustedes quieren seguir. Y Aslan quería que fuésemos donde él está... allá arriba.
—¿Cómo sabes que era eso lo que quería? —preguntó Edmundo.
—El... yo... yo sólo lo sé —tartamudeó Lucía— por la expresión de su rostro.
Los demás se miraron en silencio y bastante confundidos.
—Es muy posible que Su Majestad haya visto un león —intervino Trumpkin—, he oído decir que hay leones en estos bosques. Pero no podemos asegurar que fuera un león amigo, que habla, como tampoco lo era el oso.
—¡No seas estúpido! —dijo Lucía—. ¿Crees que no reconozco a Aslan al verlo?
—Debe ser un león bien entrado en años, entonces —comentó Trumpkin—, si es alguien que conociste cuando estuviste acá, hace tanto tiempo. Y si es el mismo, ¿qué puede haberle impedido volverse salvaje y tonto como muchos otros?
Lucía enrojeció y creo que se hubiera abalanzado sobre Trumpkin si Pedro no la sujeta de un brazo.
—El Q.A. no entiende, ¿cómo podría entender? Tienes que aceptar, Trumpkin, que nosotros sí sabemos acerca de Aslan; un poquito, quiero decir. No hables nunca más así de él; es mala suerte por un lado, y por otro es una soberana tontería. Lo único que importa ahora es saber si Aslan estaba realmente allí.
—Pero yo estoy segura de que estaba allí —repitió Lucía, con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, Lu, pero nosotros no, ¿entiendes? —explicó Pedro.
—Lo único que queda es someter esto a votación —dijo Edmundo.
—Está bien —aceptó Pedro—. Eres el mayor, Q.A., ¿cuál es tu voto? ¿Arriba o abajo?
—Abajo —dijo el Enano—. No sé nada sobre Aslan, pero en cambio sé que si doblamos a la izquierda y seguimos por el valle hacia arriba, podemos demorar todo el día antes de encontrar un lugar por donde cruzarlo. Mientras que si doblamos a la derecha, hacia abajo, seguramente llegaremos al Gran Río en un par de horas. Y si es cierto que hay leones en este lugar, es preferible que nos alejemos de ellos en vez de buscarlos.
—¿Qué dices, Susana?
—No te enojes, Lu —dijo Susana—, pero creo que deberíamos ir hacia abajo. Estoy muerta de cansancio. Sólo quiero que salgamos de este detestable bosque y lleguemos al aire libre lo antes posible. Y nadie, salvo tú, ha visto nada.
—¿Edmundo? —preguntó Pedro.
—Bueno, yo quiero decir esto —dijo Edmundo, hablando rápido y enrojeciendo—. Cuando descubrimos Narnia la primera vez, hace un año, o miles de años, como sea..., fue Lucía quien lo hizo y ninguno de nosotros le creyó. Yo era el más incrédulo, ya lo sé. Sin embargo, ella tenía la razón. ¿No sería justo creerle esta vez? Voto por ir arriba.
—¡Oh Ed! —dijo Lucía, apretando su mano. —Ahora es tu turno, Pedro        —indicó Susana—, y espero que...
—Oh, cállate, cállate, deja que un tipo pueda pensar —la interrumpió Pedro—. Quisiera no tener que votar.
—Eres el gran Rey —dijo Trumpkin en tono severo.
—Abajo —dijo Pedro, luego de una larga pausa—. Sé que Lucía puede tener razón, después de todo, pero no puedo evitarlo. Tenemos que tomar una decisión.
Se fueron río abajo, a su derecha, a lo largo de la ribera. Lucía iba la última y lloraba amargamente.

X     EL REGRESO DEL LEON






Caminar al borde del barranco no era tan fácil como parecía. A los pocos metros se enfrentaron con bosquecillos de abetos nuevos que crecían en las mismas orillas; después de intentar atravesarlos avanzando agachados y con dificultad para abrirse paso, comprendieron que demorarían por lo menos una hora en caminar una milla entre esos árboles. Volvieron atrás, entonces, y decidieron ir rodeando el bosquecillo. Se vieron obligados a alejarse más de lo necesario hacia la derecha, perdiendo de vista los acantilados y el mar, y llegaron a temer haber extraviado nuevamente la ruta. Nadie sabía qué hora era, pero ya empezaba a hacer más calor.
Cuando por fin pudieron volver al borde del barranco (casi una milla más abajo del punto de donde partieron), notaron que los precipicios a este lado eran mucho más bajos e irregulares. Pronto encontraron un paso para bajar a la quebrada y continuaron el viaje por la orilla del río. Pero antes descansaron un momento y bebieron un largo sorbo de agua. Nadie hablaba ya de desayunar, ni aun de cenar, con Caspian.
Fue prudente seguir a lo largo del Torrente en vez de ir por la cumbre, pues pudieron conservar el rumbo; después de lo sucedido en el bosquecillo de abetos, tenían miedo de alejarse de su ruta y perderse en medio de esa selva de viejos árboles, donde no había senderos y no era posible seguir una línea recta. Matorrales de zarzas secas, árboles caídos, terrenos pantanosos y una densa maleza hacían el camino bastante tortuoso. Pero tampoco el valle del Torrente era un sitio muy agradable para viajar por él. Es decir, no era muy agradable para gente que lleva prisa. Habría sido un sitio delicioso para pasear por la tarde, terminando con una merienda a la hora del té. Tenía todo lo imaginable para tal ocasión: retumbantes cataratas; plateadas cascadas; pozas profundas de color ámbar; rocas cubiertas de musgo; hondos pantanos en las riberas donde podías hundirte hasta más arriba de los tobillos; una gran variedad de helechos; libélulas fulgurantes como joyas; a veces algún halcón cruzaba el cielo, y una vez (Pedro y Trumpkin creyeron verla), un águila. Pero sin duda lo que los niños y el Enano querían ver lo antes posible era el Gran Río allá abajo y Beruna y el camino hacia el Monumento de Aslan.
A medida que avanzaban, el Torrente iba cayendo por pendientes más y más escarpadas. Su travesía ya no era una caminata sino más bien una escalada; en ciertos lugares, una arriesgada escalada por rocas resbaladizas con un peligroso declive hacia oscuros abismos, y el río que rugía furiosamente en el fondo.
Comprenderás el ansia con que miraban los acantilados a su izquierda buscando alguna señal de hendedura o cualquier sitio por donde trepar; pero esos acantilados seguían mostrándose hostiles. Era exasperante, porque todos estaban conscientes de que, si lograban salir del barranco por ese costado, les faltaría nada más que subir una suave ladera y luego una corta caminata para llegar al campamento de Caspian.
Los dos niños y el Enano eran partidarios de encender un fuego y cocinar la carne de oso. Susana no estuvo de acuerdo; sólo quería, como dijo, "seguir adelante y terminar pronto con todo eso y abandonar aquellos bosques malditos". Lucía se sentía demasiado cansada y desdichada para opinar sobre cualquier tema. Pero como no tenían leña seca, tampoco importaba mucho lo que cada cual pensara. Los niños se preguntaban si la carne cruda sería tan asquerosa como decían, y Trumpkin les aseguró que sí lo era.
Si días atrás, en Inglaterra, los niños hubieran pretendido hacer una excursión como esa, habrían terminado simplemente agotados. Creo que ya expliqué antes que Narnia los estaba transformando. La misma Lucía se podría decir que ahora era un tercio de la niña que iba al internado por primera vez, y dos tercios de la Reina Lucía de Narnia.
—¡Por fin! —suspiró Susana.
—¡Oh, bravo! —exclamó Pedro.
El estrecho valle del río había hecho una curva y bajo ellos se mostraba ahora todo el panorama, dejando ver la llanura que se extendía hasta perderse en el horizonte y, entre ésta y el lugar en que ellos se hallaban, la ancha cinta plateada del Gran Río. Desde allí podían distinguir el amplio y bajo lugar que fue una vez los Vados de Beruna, y que ahora estaba atravesado por un largo puente de innumerables arcos. Al final del puente se divisaba un pueblecito.
—¡Válgame Dios! —exclamó Edmundo—. Fue allí, donde ahora está ese pueblo, que ganamos la Batalla de Beruna.
Este recuerdo animó a los niños más que cualquier otro incentivo. No puedes dejar de sentirte más fuerte cuando ves el sitio donde obtuviste una gloriosa victoria, además de un reino, cientos de años atrás. Pedro y Edmundo empezaron a hablar sobre la batalla, olvidando sus pies adoloridos y la pesada carga de sus cotas de malla sobre los hombros. El Enano escuchaba con gran interés.
Apresuraron el paso. La marcha se hizo mucho más fácil. Aunque aún se elevaban escarpados acantilados a su izquierda, el terreno bajaba a la derecha. Pronto el barranco se abrió en un solo valle; desaparecieron las cataratas y volvieron a encontrarse rodeados de espesos bosques.
De súbito "fizz" y un ruido parecido al golpe del pájaro "carpintero. Los niños aún se preguntaban dónde (siglos atrás) habían escuchado un ruido semejante, y por qué les producía tanta inquietud, cuando Trumpkin gritó "¡al suelo!", a tiempo que obligaba a Lucía (que estaba a su lado) a tenderse entre los helechos. Pedro, que en ese momento miraba hacia arriba tratando de avistar alguna ardilla, vio lo que era... una larga y dura flecha se había incrustado en el tronco de un árbol sobre su cabeza. Mientras arrastraba a Susana con él al suelo, otra pasó silbando sobre su hombro y dio contra el suelo, a su lado.
—¡Rápido, rápido! ¡Retrocedan! ¡Gateen! —gritó entrecortadamente Trumpkin.
Se volvieron y subieron arrastrándose por la colina, bajo los helechos, entre nubes de moscas que zumbaban ensordecedoras. Las flechas llovían a su alrededor; una golpeó el yelmo de Susana, desviándose con un agudo silbido. Gateaban apresuradamente. La transpiración corría por sus caras. Luego corrieron casi encorvados. Los niños sostenían sus espadas en la mano por miedo de tropezar con ellas.
Fue una travesía angustiosa, remontando la colina una vez más y volviendo al campo que acababan de recorrer. Cuando sintieron que no eran capaces de correr un metro más, aunque fuera para salvar sus vidas, se dejaron caer acezantes en el musgo húmedo al lado de una cascada, tras un peñón. Les sorprendió ver la altura a que habían llegado.
Prestaron atención, pero no se escuchaba la menor señal de sus perseguidores.
—Bueno, ya pasó —dijo Trumpkin, con un hondo suspiro de alivio—. No nos están buscando por el bosque; solamente por los senderos, eso espero. Pero quiere decir que Miraz tiene un puesto de avanzada allá abajo. ¡Botellas y botellones! De buena nos escapamos.
—Deberían darme unos buenos puñetazos por haberlos traído por aquí —se lamentó Pedro.
—Al contrario, Su Majestad —dijo el Enano—. Por una parte, no fuiste tú sino tu Real hermano, el Rey Edmundo, quien sugirió ir por el Cristalino.
—Parece que el Q.A. tiene razón —admitió Edmundo, que francamente lo había olvidado ya cuando las cosas se pusieron difíciles.
—Y por otra parte —continuó Trumpkin—, si tomábamos mi camino, es muy probable que hubiéramos caído directamente en el nuevo puesto de avanzada; o al menos habríamos tenido el mismo problema para eludirlo. Creo que la ruta del Cristalino resultó ser la más conveniente.
—No hay mal que por bien no venga —dijo Susana.
—¡Pero caramba que se demora en venir! —exclamó Edmundo.
—Supongo que tendremos que volver a subir por el barranco —dijo Lucía.
—Lu, eres maravillosa —dijo Pedro—. Eso es lo más cercano a "yo lo advertí" que has podido decir en todo el día. Sigamos adelante.
—Y cuando estemos en medio de la selva —anunció Trumpkin—, digan lo que digan, voy a encender un buen fuego y prepararé la cena. Ahora tenemos que alejarnos de aquí cuanto antes.
No hay para qué describir la penosa ascensión del barranco. Fue un esfuerzo agotador pero, curiosamente, se sentían mucho más animados, con renovadas fuerzas; y la palabra cena había producido un efecto prodigioso.
Atravesaron el bosquecillo de abetos que tantos problemas les causó a pleno día y acamparon en una hondonada situada más arriba. Fue bastante tedioso tener que recoger leña; pero, en cambio, qué entretenido cuando llameó el fuego y comenzaron a sacar de sus bolsillos los húmedos y manchados paquetes de carne de oso, que no habrían tenido el menor atractivo para quien hubiese pasado todo el día en casa. El Enano tenía ideas espléndidas para cocinar. Envolvió cada manzana (aún les quedaban unas pocas) en la carne de oso como si se tratara de un pastelillo de manzanas, con carne en lugar de masa, bastante más gruesa, claro está; lo traspasó con un palo puntiagudo y lo puso a asar. La carne se impregnó del jugo de la manzana, como un asado de cerdo con salsa de manzana. Un oso que se haya alimentado por mucho tiempo de la carne de otros animales, no sabe muy bien; pero un oso que ha comido mucha miel y frutas es excelente; y éste resultó ser de esos últimos. La cena estuvo verdaderamente exquisita. Y, como no había que lavar platos, pudieron tenderse, contemplar el humo de la pipa de Trumpkin, estirar sus piernas cansadas y conversar. Veían con optimismo la posibilidad de encontrar al Rey Caspian al día siguiente y derrotar a Miraz en unos pocos días. Sus esperanzas no tenían gran fundamento, pero así lo sentían.
Pronto fueron durmiéndose uno tras otro.
Lucía despertó del sueño más profundo que puedas imaginar con la sensación de que la voz más querida para ella en todo el mundo la estaba llamando por su nombre. Pensó al principio que era la voz de su padre, pero no era. Luego pensó que era la de Pedro, pero tampoco era su voz. No quería levantarse; no por el cansancio, porque, por el contrario, se sentía maravillosamente descansada y todos sus dolores de huesos habían desaparecido, sino porque se sentía tan feliz y cómoda. Miraba la luna de Narnia, que es más grande que la nuestra, y el cielo estrellado; el campamento estaba instalado en un lugar bastante despejado.
"Lucía", se escuchó el llamado nuevamente; no era la voz de su padre ni la de Pedro. Se sentó, temblando de emoción, sin miedo. La luna brillaba con tal intensidad que el paisaje del bosque a su alrededor estaba claro como a la luz del día, aunque su aspecto era más salvaje. Atrás estaba el bosquecillo de abetos; a lo lejos, a su derecha, las desiguales cumbres de los precipicios en la ladera más apartada de la quebrada; frente a ella, un prado de pasto se extendía hasta la entrada de un claro en el bosque, a la distancia de un tiro de arco. Lucía contempló fijamente los árboles del claro.
"¡Vaya! Creo que se están moviendo —se dijo—. Se están paseando".
Se levantó, sintiendo su corazón latir locamente y se encaminó hacia ellos. Había ciertamente un ruido en el claro, un ruido como el que hacen los árboles en días de fuerte viento, a pesar de que esa noche no había viento. Mas tampoco era exactamente el ruido usual de los árboles. A Lucía le pareció escuchar una melodía en ese ruido, pero no podía captarla, como tampoco pudo captar las palabras de los árboles cuando casi le hablaron la noche anterior. Pero había, al menos, un ritmo; a medida que se acercaba, sentía que sus pies querían bailar. Ahora ya no cabía duda de que los árboles se estaban moviendo, balanceándose entre ellos, en una especie de complicada danza campestre. ("Supongo —pensó Lucía— que si la bailan los árboles, ésta debe ser una danza verdaderamente campestre"). Se encontraba ya en medio de ellos.
El primer árbol al que miró le pareció a primera vista no un árbol sino un hombre inmenso de hirsuta barba, con una espesa mata de pelo. No tuvo miedo, ella estaba habituada a estas cosas. Pero cuando volvió a mirarlo, era solamente un árbol, aunque aún se estaba moviendo. No habría podido distinguir si tenía pies o raíces, porque, claro, cuando los árboles se mueven, no caminan por la superficie de la tierra; la vadean, como hacemos nosotros en el agua. Sucedió lo mismo con todos los árboles que observó. De pronto parecían ser las amistosas y encantadoras formas de gigantes y gigantas que toma la gente-árbol cuando alguna magia benéfica los llama a la vida; mas luego parecían árboles otra vez. Pero cuando parecían árboles, eran extrañamente humanos, y cuando eran personas, parecían extraños seres hechos de ramas y de hojas. Y se escuchaba todo el tiempo aquel curioso ruido cadencioso, susurrante, fresco, alegre.
—Están casi despiertos, aunque no del todo —dijo Lucía—. Sabía que ella misma se encontraba absolutamente despierta, mucho más de lo que uno lo está normalmente.
Se mezcló con ellos sin temores, bailando y haciendo piruetas para evitar ser derribada por sus colosales parejas de baile. Pero ya no le interesaban tanto. Quería ir más allá, hacia otra cosa; hacia ese más allá desde donde la voz amada la llamaba.
Se abrió paso entre los árboles (preguntándose a veces si en su camino había usado sus brazos para apartar ramas, o bien para enlazar manos, en una especie de Gran Cadena, con los enormes bailarines que se inclinaban para alcanzarla) que formaban un verdadero círculo en torno a un espacio abierto. Salió por fin de esa movediza confusión de preciosas luces y sombras.
Sus ojos vieron un círculo de pasto, suave como un césped, a cuyo derredor danzaban oscuros árboles. Y de pronto, ¡qué alegría! Allí estaba El: el inmenso León, reluciente a la luz de la luna, y bajo él su larga sombra negra.
A no ser por el movimiento de su cola, hubiera parecido un león de piedra; pero Lucía jamás creyó que lo fuera. Nunca se detuvo a pensar si era o no un león amigo. Se precipitó hacia él. Sentía que su corazón estallaría en un instante más. Después, lo único que supo fue que lo besaba, que abrazaba como podía su cuello, y que hundía su cara en la suavidad de su hermosa y espléndida melena.
—Aslan, Aslan. Querido Aslan —sollozó Lucía—. Al fin.
La magnífica bestia se dio vuelta sobre un costado para que Lucía cayera, medio sentada y medio tendida, entre sus patas delanteras. Se inclinó hacia ella y rozó suavemente la nariz de la niña con su lengua. Su aliento cálido la envolvió. Ella contempló su cara grande que rebosaba sabiduría.
—Bienvenida, hija —dijo.
—Aslan —dijo Lucía—, estás más grande. —Es porque tú tienes más edad, pequeña —le respondió.
—¿No es porque tú tienes más años?
—No. Pero cada año que pase, tú crecerás y me encontrarás a mí más grande.
Ella estaba tan feliz que por unos momentos no quiso hablar. Pero Aslan habló.
—Lucía —dijo—, no debemos quedarnos aquí mucho más. Tienes una tarea que cumplir y ya se ha perdido demasiado tiempo hoy.
—Sí, ¿no es cierto que fue una vergüenza? —exclamó Lucía—. Yo te vi claramente, pero ellos no quisieron creerme. Son tan...





Desde lo más profundo del cuerpo de Aslan surgió la vaga sombra de un gruñido.
—Perdóname —suplicó Lucía, que conocía algunos de sus estados de ánimo—. No pretendía criticar a los demás. Pero no fue mi culpa.
El León la miró a los ojos.
—Oh, Aslan —dijo Lucía—. ¿Quieres decir que sí lo fue? ¿Cómo podía yo?... Yo no podía abandonar a los otros y subir hacia ti sola, ¿cómo podía hacerlo? Por favor, no me mires así..., bueno, supongo que hubiera podido. Sí, y tampoco hubiese estado sola, ya lo sé, si estaba contigo. Pero, ¿de qué hubiera servido?
Aslan no dijo nada.
—¿Quieres decir —dijo Lucía, con voz débil—, que todo habría resultado bien, de alguna manera? Pero, ¿cómo? Por favor, Aslan, ¿no puedo saberlo?
—¿Saber lo qué habría sucedido, niña? —dijo Aslan—. No. Jamás se le dice a nadie.
—¡Qué pena! —suspiró Lucía.
—Pero cualquiera puede descubrir lo que pasará —prosiguió Aslan—. Si ahora regresas donde los demás, los despiertas y les cuentas que me has visto otra vez y que deben levantarse de inmediato y seguirme, ¿qué pasará? Sólo hay una forma de saberlo.
—¿Quieres decir que eso es lo que quieres que yo haga? —preguntó Lucía, con voz entrecortada.
—Sí, pequeñuela —repuso Aslan.
—¿Te verán los otros también? —preguntó Lucía. —En un principio, ciertamente no —respondió Aslan—.
Más tarde... todo depende de ellos.
—¡Pero no me van a creer! —exclamó Lucía. —No importa —dijo Aslan.
—¡Ay, Dios mío! —suspiró Lucía—. Y yo que estaba tan contenta de encontrarte. Y que pensaba que me dejarías quedarme contigo. Imaginaba que llegarías rugiendo y asustarías a todos los enemigos obligándolos a huir, como la última vez. Pero ahora van a pasar cosas horrendas.
—Es difícil para ti, pequeñuela —dijo Aslan—. Pero nada se repite dos veces. Hemos vivido tiempos duros en Narnia antes de ahora.
Lucía sepultó su cabeza en la melena de Aslan para esconderse de su mirada. Mas su melena debía poseer seguramente cierta magia: sintió que la fuerza del León se posesionaba de ella. De repente, se incorporó.
—Perdóname, Aslan —dijo—. Ya estoy preparada.
—Ahora eres una leona —dijo Aslan—. Y ahora toda Narnia renacerá. Pero ven, no tenemos tiempo que perder.
Se irguió y caminó con paso majestuoso y silencioso de regreso a la zona de los árboles danzantes que ella había atravesado al llegar. Y Lucía fue con él, colocando su mano trémula sobre su melena. Los árboles se apartaron para abrirles camino y por un segundo adquirieron su completa forma humana. Lucía vislumbró los altos y encantadores dioses-bosque y diosas-bosque haciendo una reverencia ante Aslan; en un instante recuperaron su forma de árboles, pero aún haciendo su reverencia, con movimientos tan graciosos de sus ramas y troncos que sus venias parecían ser parte de una danza.
—Ahora, hija —dijo Aslan, una vez que dejaron atrás los árboles—. Yo esperaré aquí. Ve y despierta a los demás y diles que me sigan. Si no quieren hacerlo, entonces por lo menos tú sola deberás seguirme.
Es terrible tener que despertar a cuatro personas, todas mayores que tú y muy cansadas, para decirles algo que seguramente no creerán, y tratar de obligarlas a hacer lo que probablemente no les agradará.
"No debo pensar en eso, sólo tengo que hacerlo", se dijo Lucía.
Fue primero donde Pedro y lo remeció.
—Pedro —murmuró a su oído—, despierta. Rápido, Aslan está aquí y dice que tenemos que seguirlo de inmediato.
—Por supuesto, Lu, lo que tú quieras —dijo Pedro, inesperadamente.
Esta respuesta la animó, pero como Pedro se dio vuelta y se durmió de nuevo, no sirvió de nada.
Luego ensayó con Susana. Ella despertó, pero sólo para decir con su irritante tono de persona mayor:
—Has estado soñando, Lucía, vuelve a dormirte.
Abordó entonces a Edmundo. Fue bastante difícil despertarlo, pero por fin se despabiló y se sentó.
—¿Eh? —dijo con voz gruñona—. ¿De qué me estás hablando?
Se lo repitió todo de nuevo. Esa era una de las partes peores de su tarea, pues cada vez que lo decía le sonaba menos convincente.
—¡Aslan! —exclamó Edmundo, dando un salto—. ¡Bravo! ¿Dónde está?
Lucía se volvió hacia el lugar donde ella podía ver al León que esperaba con sus pacientes ojos fijos en ella. —Allí —dijo, señalándolo.
—¿Dónde? —preguntó Edmundo otra vez. —Allí, allí. ¿No lo ves? A este lado de los árboles. Edmundo miró con gran atención durante un rato. —No. No hay nada allí —dijo—. La luz de la luna te ha encandilado y estás confundida. A uno le sucede, tú sabes. Pensé que veía algo de pronto, pero fue sólo una cómo-es-que-se-llama óptica.
—Yo puedo verlo todo el tiempo —dijo Lucía—. Nos está mirando en este momento.
—Entonces, ¿por qué yo no lo puedo ver?
—El dijo que quizás no serías capaz de verlo.
—¿Por qué?
—No sé. Eso es lo que él dijo.
—¡Oye, no friegues más! —exclamó Edmundo—. Ojalá no siguieras viendo cosas. Pero supongo que tendremos que despertar a los demás.





XI   EL LEON RUGE






Cuando todos estuvieron despiertos, Lucía tuvo que contar su historia por cuarta vez. El profundo silencio que siguió fue lo más desalentador que se puede imaginar.
—No veo nada —dijo Pedro, después de forzar la vista hasta que le dolieron los ojos—. ¿Puedes ver algo, Susana?
—No, claro que no —replicó bruscamente Susana—, porque no hay nada que ver. Lucía estaba soñando. Acuéstate y duerme, Lu.
—Espero —dijo Lucía con voz trémula— que todos vendrán conmigo, porque... porque yo tendré que seguirlo con o sin ustedes.
—No digas tonterías, Lucía —exclamó Susana—. Por supuesto que no irás sola. No la dejes, Pedro. Se está portando sumamente mal.
—La acompañaré, si tiene que ir —declaró Edmundo—. Hasta ahora, ella siempre ha tenido la razón.
—Es cierto —reconoció Pedro—. Y a lo mejor también tiene razón ahora. Nos fue pésimo bajando el barranco. Pero... a estas horas de la noche. Además ¿por qué Aslan es ahora invisible para nosotros? Nunca lo fue antes; esta actitud no es muy de él. ¿Qué dice nuestro Q.A.?
—Yo no digo nada —respondió el Enano—. Si todos van, por cierto yo también iré con ustedes; si el grupo se divide, iré con el gran Rey. Es mi deber con él y con el Rey Caspian. Pero, si me piden mi opinión personal, yo soy un simple enano que no cree que sea posible encontrar un camino por la noche si no se pudo encontrar a pleno día. Y no me gustan los leones mágicos que hablan y no hablan, y los leones amigos que no nos ayudan en nada, y los leones descomunales a los que nadie puede ver. Desde mi punto de vista, son sólo idioteces y patrañas.
—Está golpeando el suelo con su pata para que nos apuremos —dijo Lucía—. Tenemos que ir en el acto. Yo, por lo menos.
—No tienes derecho a forzarnos a todos de esta manera. Estamos cuatro a uno y tú eres la menor —dijo Susana.
—Vamos ya —rezongó Edmundo—. Tenemos que ir, o no nos dejará en paz.
Quería apoyar a Lucía, pero le molestaba perder su sueño y compensaba su enojo demostrando malhumor.
—En marcha, entonces —decidió Pedro, tomando cansadamente su escudo y colocándose el yelmo. En otra ocasión le habría dicho una palabra amable a Lucía, que era su regalona, porque comprendía lo desdichada que se sentía, y sabía que lo que había sucedido no era culpa suya. Pero tampoco podía evitar estar molesto con ella.
Susana era la peor.
—Supongamos que yo empezara a comportarme como Lucía —dijo—. Amenazaría con quedarme aquí aunque el resto de ustedes decida irse. Y creo que es exactamente lo que haré.
—Obedezca al gran Rey, Su Majestad —aconsejó Trumpkin—, y vámonos. Si no me permiten dormir, prefiero caminar a estar parado acá hablando.
Y finalmente se pusieron en camino. Lucía iba al frente, mordiéndose los labios y tratando de no decir lo que hubiera querido decir a Susana. Pero se olvidó de todo cuando miró a Aslan. El caminaba con paso lento a unos treinta metros delante de ellos. Los demás se guiaban únicamente por las instrucciones de Lucía, pues Aslan no sólo era invisible para ellos, sino además mudo. Sus grandes patas semejantes a las del gato no hacían ruido sobre el pasto.
Los condujo a la derecha de los árboles danzantes (nadie supo si aún bailaban, pues Lucía sólo tenía ojos para el León y los demás sólo tenían ojos para Lucía) y se acercó al borde de la quebrada.
"¡Terrones y timbales!", pensó Trumpkin. "Espero que esta locura no termine con una escalada al claro de luna, y unos cuantos cuellos quebrados".
Durante un buen trecho, Aslan siguió por la cima de los precipicios. Luego llegaron a un lugar donde unos pocos arbolitos crecían precisamente en el borde. Allí Aslan dio media vuelta y desapareció entre ellos. Lucía contuvo el aliento, pues le pareció que se había lanzado por el acantilado; pero estaba tan preocupada de no perderlo de vista, que no pensó en nada. Apresuró su paso y pronto estuvo en medio de los árboles. Al mirar hacia abajo, pudo ver un sendero escarpado y angosto que caía oblicuamente al barranco entre las rocas, y a Aslan descendiendo por él. Se volvió y la miró con sus ojos alegres. Lucía palmeó contenta y comenzó a bajar gateando tras él. A sus espaldas escuchó las voces de los otros gritando: "¡Eh, Lucía! Cuidado, por el amor de Dios. Estás justo al borde del abismo. Vuelve..." Y, un instante después, la voz de Edmundo que decía: "No, ella tiene razón, claro que hay un camino allá abajo".
Edmundo la alcanzó en la mitad del sendero.
—¡Mira! —le dijo con gran agitación—. ¡Mira! ¿Qué es esa sombra que se arrastra delante de nosotros?
—Es su sombra —repuso Lucía.
—Ahora sí que creo que tú tenías razón, Lu —dijo Edmundo—. No sé cómo no lo comprendí antes. Pero ¿dónde está él?
—Con su sombra, por supuesto. ¿No lo ves?
—Bueno, casi creí verlo... por un momento. Hay una luz tan rara.
—Avanza, Rey Edmundo, avanza —se escuchó la voz de Trumpkin desde lo alto, y detrás de ellos; luego, más atrás y desde más arriba, la voz de Pedro que decía: "Apúrate, Susana. Dame la mano. Hasta un niño podría bajar por aquí. Y deja de quejarte".
Al poco rato llegaron al fondo y el bramido del agua casi los aturdió. Pisando delicadamente, como un gato, Aslan saltó de piedra en piedra a través del arroyo. En el centro se paró, se agachó a beber, levantó su cabeza peluda chorreando agua, y los miró. Esta vez Edmundo lo vio. "¡Oh Aslan!", gritó y corrió hacia adelante. Pero el León se escurrió velozmente y comenzó a trepar la ladera al otro lado del Torrente.