C. S. LEWIS
LAS CRONICAS DE NARNIA
LIBRO II
EL PRINCIPE CASPIAN
ILUSTRACIONES DE
ALICIA SILVA ENCINA
EDITORIAL ANDRES BELLO
A Mary Clare Havard
I LA ISLA
HABIA una vez
cuatro niños que se llamaban Pedro, Susana, Edmundo y Lucía, cuyas
extraordinarias aventuras se relataron en otro libro titulado El León, La
Bruja y El Ropero. Un día abrieron la puerta de un ropero mágico y se
encontraron en un mundo muy diferente al nuestro, y en ese mundo diferente
llegaron a ser Reyes y Reinas de un país llamado Narnia. Mientras estuvieron en
Narnia, les pareció reinar por años y años; mas cuando volvieron a traspasar la
puerta del ropero y retornaron a Inglaterra, parecía que no había pasado ni un
instante. En todo caso, nadie se dio cuenta de su ausencia, y ellos no se lo
contaron a nadie, salvo a un anciano muy sabio.
Todo eso había sucedido un año atrás, y
ahora los cuatro se hallaban sentados en un ba
so.
—Ah, ustedes son harto bromistas, por lo
que veo —dijo el Enano—. Como si yo no supiera lo bien que dispara al arco,
después de lo que pasó esta mañana. Pero, de todas formas, haré un intento.
Su voz era áspera y dura, pero sus ojos
brillaban, pues era el arquero más famoso entre su gente.
Salieron al patio.
—¿Cuál será el blanco? —preguntó Pedro.
—Creo que nos servirá esa manzana que
cuelga sobre la muralla —indicó Susana.
—Muy bien, muchacha —dijo Trumpkin—. ¿Te
refieres a la amarilla cerca de la mitad del arco?
—No, Enano —aclaró Susana—. La roja,
allá arriba, sobre la almena.
El rostro del Enano se ensombreció.
"Parece más bien una cereza que una manzana", murmuró para sí, pero
no dijo nada.
Jugaron al cara o cruz para ver
quién haría el primer tiro (eso despertó el interés de Trumpkin, pues jamás
había visto lanzar una moneda al aire) y Susana perdió. Tenían que disparar
desde la escalinata que conducía de la sala al patio. Al ver cómo el Enano
tomaba su posición y manejaba el arco, comprendieron que él sabía muy bien lo
que estaba haciendo.
Twang chirrió la cuerda. Fue un excelente tiro. La
manzanita tembló al pasar la flecha, y una hoja cayó revoloteando al suelo.
Entonces Susana subió la escalinata y tensó su arco. Disfrutaba esa competencia
mucho menos de lo que Edmundo disfrutó la suya; no porque dudara de su
victoria, sino porque Susana tenía un corazón sumamente tierno y aborrecía
tener que derrotar a alguien que venía de ser derrotado. El Enano la contempló
fijamente mientras ella llevaba el dardo a su oído. Un instante después, con un
leve ruido sordo que todos pudieron escuchar en el silencio que reinaba, la
manzana cayó al pasto atravesada por la flecha de Susana.
—¡Buen tiro, Su! —gritaron los niños.
—No fue mucho mejor que el tuyo —dijo
Susana al Enano—. Me pareció que soplaba un poquito de viento cuando
disparaste.
—No había viento —declaró Trumpkin—. No
me des explicaciones. Sé cuando me han batido limpiamente. Ni siquiera diré que
la cicatriz de mi última herida no me deja estirar el brazo hacia atrás.
—¿Estás herido? —preguntó Lucía—. Déjame
ver tu herida.
—No es un espectáculo apropiado para
niñas —comenzó Trumpkin, pero súbitamente se detuvo—. Otra vez estoy diciendo
tonteras —añadió—. Supongo que serás un cirujano de primera clase, como tu hermano
es un gran espadachín y tu hermana una experta en el arco.
Se sentó en las gradas, se quitó la cota y se
bajó la camisola, mostrando un brazo peludo y musculoso (en proporción) como el
de un marinero, aunque no más grande que el de un niño. En su hombro tenía un
vendaje muy mal hecho, que Lucía procedió de inmediato a desenrollar. Dejó al
descubierto un tajo de aspecto bastante desagradable y muy inflamado.
—Pobre Trumpkin —se compadeció Lucía—.
Qué atroz.
Con gran cuidado dejó caer sobre la
herida una sola gota del cordial que contenía su frasco.
—¡Eh! ¿Qué haces? —chilló Trumpkin.
Daba vuelta lo más posible su cabeza y
miraba de reojo moviendo la barba de un lado a otro, sin lograr ver su hombro.
Pudo tocarlo poniendo sus brazos y dedos en posiciones muy difíciles, como
cuando tratas de rascarte un punto que está fuera de tu alcance. Hizo girar el
brazo, lo levantó, probó sus músculos y, finalmente, se puso de pie de un
brinco, gritando:
—¡Gigantes y juníperos! ¡Me ha sanado!
Mi brazo está tan fuerte como antes. —Soltó una carcajada y dijo—: Bueno, he
hecho el ridículo como ningún Enano lo ha hecho en toda su vida. Espero no
haberlos ofendido. Mi humilde respeto a Sus Majestades, mi humilde respeto. Y
gracias por mi vida, mi curación, mi desayuno... y mi lección.
Los niños respondieron que todo estaba
bien y que no había nada que agradecer.
—Y ahora —dijo Pedro—, si estás
dispuesto a creernos...
—Lo estoy —afirmó el Enano.
—Tengo muy claro lo que hay que hacer.
Debemos juntarnos con el Rey Caspian de inmediato.
—Lo antes posible —urgió Trumpkin—. Mi
tontería nos ha hecho perder cerca de una hora.
—Si seguimos tu camino demoraremos dos
días —dijo Pedro—. Nosotros no podemos caminar día y noche como ustedes los
Enanos...
Se volvió hacia los otros y agregó:
—Lo que Trumpkin llama el Monumento de
Aslan es obviamente la Mesa de Piedra. Recuerden, era casi medio día de
caminata, tal vez un poco menos, ir desde allí hasta los Vados de Beruna...
—El Puente de Beruna, le llamamos
nosotros —interrumpió Trumpkin.
—No existía ese puente en nuestros
tiempos —señaló Pedro—. Y luego, desde Beruna hasta acá había otro día de
camino. Andando despacio llegábamos a casa a la hora del té del segundo día. Si
vamos rápido, podríamos hacer el viaje en un día y medio.
—Pero acuérdate de que ahora está todo
cubierto de bosques —dijo Trumpkin—, y lleno de enemigos a los que hay que
sacarles el cuerpo.
—Veamos —intervino Edmundo—, ¿es
necesario que vayamos por el mismo camino que hizo nuestro querido amiguito?
—No más bromas, Su Majestad, si me
tienes alguna estimación —rogó el Enano.
—Muy bien —contestó Edmundo—. ¿Puedo
llamarte Q.A.?
—¡Edmundo! —dijo Susana—. No lo embromes
más.
—Está bien, muchacha..., quiero decir Su
Majestad —dijo Trumpkin, riendo entre dientes—. Las bromas no sacan ampollas.
(Después de eso, a menudo lo llamaban el Q.A. hasta que casi olvidaron su
significado).
—Como decía —prosiguió Edmundo—, no
tenemos por qué repetir esa ruta. ¿Por qué no remamos un poco al sur hasta
llegar al Arroyo Cristalino y lo remontamos? Eso nos lleva por detrás de la
Colina de la Mesa de Piedra, y mientras estemos en el mar estaremos a salvo. Si
partimos de inmediato, podemos alcanzar la fuente del arroyo antes de que
oscurezca; podremos dormir unas pocas horas, y estar con Caspian mañana muy
temprano.
—Qué gran cosa es conocer la costa —dijo
Trumpkin—. Ninguno de nosotros sabe que existe el Cristalino.
—Y, ¿qué vamos a comer? —preguntó
Susana.
—Tendremos que conformarnos con manzanas
—dijo Lucía—. Por favor, vámonos ya. No hemos hecho nada todavía y ya hace casi
dos días que llegamos.
—Eso sí que nadie va a usar otra vez mi
sombrero como canasto para guardar pescados —bromeó Edmundo.
Uno de los impermeables fue utilizado
como bolsa que llenaron de manzanas. Bebieron un largo trago de agua en el pozo
(sabían que no encontrarían agua fresca hasta llegar al manantial del
Cristalino) y bajaron a la playa donde estaba atracado el bote. Los niños
lamentaron dejar Cair Paravel, pues allí, a pesar de estar en ruinas, habían
vuelto a tener la sensación de encontrarse en casa.
—Que el Q.A. se haga cargo de gobernar
el bote —ordenó Pedro—, y Edmundo y yo tomaremos los remos. Esperen un momento;
es mejor que nos saquemos las mallas; va a hacer un calor terrible. Las niñas
se instalarán en la proa y dirigirán al Q.A., porque él no conoce el camino.
Traten de encontrar una buena ruta para salir al mar y alejarnos de la isla.
Pronto la verde y arbolada costa de la
isla fue quedando atrás y sus pequeñas bahías y lomajes se veían más planos a
medida que el bote subía y bajaba mecido por un suave oleaje. El mar se hizo
más profundo a su alrededor y, a la distancia, se tornaba más azul; pero en las
cercanías del bote conservaba su color verde y su espuma blanca. Todo olía a
sal; no se escuchaba otro ruido que el silbante sonido del agua, el clop-clop
de las olas estrellándose contra los costados del bote, el chapoteo de los
remos y el destemplado chirrido de los escálamos. El calor del sol se hizo más
intenso.
Lucía y Susana disfrutaban en la proa,
inclinándose sobre el borde y tratando, sin éxito, de hundir sus manos en el
agua. Abajo podían ver el fondo del mar: en su mayor parte arena clara y pura,
con algunas manchas de algas marinas de color púrpura.
—Es como en nuestros tiempos —dijo
Lucía—. ¿Te acuerdas del viaje a Terebintia... y a Galma... y a las Siete
Islas... y a las Islas Desiertas?
—Sí —murmuró Susana—, y nuestro barco
favorito, el Resplandor Cristalino, con la cabeza de cisne en su proa, y
las alas talladas del cisne que parecían abrazarlo casi hasta el combés.
—¿Y las velas de seda, y los inmensos
fanales de popa?
—¿Y los banquetes en la cubierta de
popa, y los músicos?
—¿Te acuerdas cuando hicimos que los
músicos tocaran las flautas arriba de las jarcias, para hacernos la ilusión de
que la música caía del cielo?
Más tarde Susana reemplazó a Edmundo en
el remo y él fue a sentarse junto a Lucía. Dejaron atrás la isla y se
mantuvieron muy cerca de la playa desierta y cubierta de espesa selva. Les
parecería muy hermosa si no la recordaran como era antes, abierta y ventosa y
llena de amigos alegres.
—¡Puf, este trabajo es agotador! —se
quejó Pedro.
—¿Me dejas remar un rato? —preguntó
Lucía.
—Los remos son demasiado pesados para ti
—contestó Pedro secamente, no porque estuviera enfadado, sino porque apenas le
quedaban fuerzas para hablar.
IX LO QUE VIO LUCIA
Antes de rodear el último cabo y comenzar a remontar
el Cristalino, Susana y los niños se sintieron tremendamente cansados de tanto
remar. Lucía tenía dolor de cabeza por las largas horas al sol y el reflejo de
éste en el agua. El mismo Trumpkin ansiaba que el viaje terminara pronto; iba
sentado sobre un banco hecho para hombres, no para Enanos, y sus pies no
alcanzaban a tocar el piso; todos sabemos lo incómoda que es esta posición aun
por unos pocos minutos. Y a medida que se sentían más cansados, más decaía su
ánimo. Hasta entonces, los niños habían pensado únicamente en la idea de
reunirse con Caspian. Ahora se preguntaban qué harían cuando estuviesen frente
a él; y dudaban de que un puñado de Enanos y criaturas de los bosques pudiera
derrotar a un ejército de hombres adultos.
Lentamente caía el crepúsculo mientras
remaban entre los recodos del Arroyo Cristalino; un crepúsculo que se hacía más
intenso a medida que las riberas se acercaban y que las copas de los árboles
que colgaban de ellas casi se juntaban encima de sus cabezas. Una gran quietud
se adueñaba del paraje mientras el rumor del mar moría a sus espaldas; podían
oír hasta el suave canto de las gotas de los arroyuelos que bajaban de los
montes a verter sus aguas en el Cristalino.
Cuando al fin pudieron desembarcar, era
tal el cansancio que no tuvieron fuerzas para encender un fuego, y hasta una
cena de manzanas (a pesar de que no querían volver a ver una manzana nunca más
en su vida) les pareció mejor que tratar de cazar o pescar algo. Luego de una
silenciosa y frugal cena, se amontonaron bajo cuatro frondosas hayas, teniendo
como lecho el verde musgo y las hojas secas.
Se quedaron dormidos en el acto, a
excepción de Lucía, quien, como no estaba tan cansada como los demás, tuvo
dificultades para acomodarse. Había olvidado, hasta ese momento, que los Enanos
roncan. Sabía que la mejor manera de quedarse dormida es no forzarse, así que
abrió los ojos. A través de las hojas de los helechos y de las ramas de los
arbustos alcanzaba a ver justo un pedazo del agua del Arroyo, y arriba, el
cielo. Con la emoción del recuerdo, volvió a ver titilar, después de tantos
años, las fulgurantes estrellas de Narnia. En otra época le fueron más familiares
que las estrellas de su propio mundo, puesto que se iba a la cama mucho más
tarde siendo Reina en Narnia que siendo una niña en Inglaterra. Y allí estaban;
al menos las tres constelaciones del verano podían distinguirse claramente
desde donde ella estaba tendida: la Nave, el Martillo y el Leopardo. "Mi
querido Leopardo", dijo con alegría para sus adentros.
En vez de conseguir amodorrarse, se
sentía cada vez más despierta, en medio de un extraño desvelo nocturnal, como
en un ensueño. El Arroyo se tornaba poco a poco más radiante. Supo que había
salido la luna, aunque no podía verla. Tuvo la sensación de que todo el bosque
despertaba junto con ella. Casi sin darse cuenta, se levantó y caminó algunos
pasos, alejándose del campamento.
"¡Qué maravilla!", pensó. El
aire era fresco; los más deliciosos aromas perfumaban el ambiente. Muy cerca de
ella, oyó el gorjeo de un ruiseñor que ensayaba su canto; callaba un momento
para luego recomenzar. Vislumbró una gran luminosidad al frente. Se dirigió
hacia la luz y llegó a un sitio donde no había tantos árboles y en cambio se
veía el suelo sembrado de enormes manchones o lagunas de luz de luna, y el
claro de luna y las sombras se entremezclaban tan estrechamente que apenas se
distinguía dónde estaba cada cosa ni qué era. En ese momento el ruiseñor,
satisfecho por fin de su armonía, rompió a cantar con toda su voz.
Los ojos de Lucía se acostumbraron a la
luz y vio más claramente los árboles que la rodeaban. La invadió una honda
nostalgia al recordar aquellos días en que los árboles de Narnia podían hablar.
Sabía exactamente cómo hablaría cada árbol si ella lograba despertarlo, y qué
forma humana tomaría. Contempló un plateado abedul: hablaría con voz tierna y
lluviosa y se asemejaría a una esbelta niña, con su pelo al viento cayendo a
ambos lados de su cara, y sería muy aficionada al baile. Miró al roble: sería
un anciano algo marchito pero muy cordial, con su barba crespa y con verrugas
en la cara y en las manos, y le crecerían pelos en las verrugas. Miró la haya
bajo la cual se encontraba. Ah... sería el mejor de los árboles. Una diosa
graciosa, serena y majestuosa, la gran dama del bosque.
—Oh Arboles, Arboles, Arboles —llamó
Lucía (aunque en ningún momento había pretendido hablarles)—. Oh Arboles,
despierten, despierten, despierten. ¿No lo recuerdan? Dríades y Hamadríades,
salgan, vengan a mí.
Aunque no corría ni la más leve brisa,
los árboles se agitaron a su alrededor. El susurrar de sus hojas fue como
pronunciar una palabra. El ruiseñor dejó de cantar, como si también él quisiera
escuchar. Lucía tuvo la impresión de que de un momento a otro iba a entender lo
que los Arboles trataban de decirle. Pero ese momento no llegó. El susurro fue
muriendo a lo lejos; el ruiseñor volvió a cantar. Aun al claro de luna el bosque
recuperó su apariencia habitual. Sin embargo, Lucía presentía (como cuando
intentas a veces recordar un nombre o una fecha y en el momento en que ya casi
lo logras, se te borra de la memoria) que en algo había fallado; que había
hablado a los árboles o con un segundo de adelanto o con un segundo de atraso,
o que había utilizado todas las palabras necesarias menos una; o que había
deslizado alguna palabra inadecuada.
De súbito se sintió cansada. Volvió al
campamento, se acurrucó entre Susana y Pedro, y se quedó dormida.
A la mañana siguiente, el despertar fue
frío y triste; el crepúsculo grisáceo ensombrecía el bosque (el sol aún no
salía) y todo estaba húmedo y sucio.
—¡Uf, manzanas! —rezongó Trumpkin, con
una mueca de decepción—. ¡Tendrán que admitir, Reyes y Reinas del Pasado, que
ustedes no alimentan muy bien a sus cortesanos!
Se levantaron, sacudieron sus ropas y
miraron en derredor. Los árboles eran tan frondosos que no les permitían ver
más allá de unos pocos metros, en cualquier dirección.
—¿Supongo que Sus Majestades conocen
bien el camino? —preguntó el Enano.
—Yo no —respondió Susana—. Nunca había
visto estos bosques. En realidad, desde el principio pensé que deberíamos haber
ido por el río.
—Entonces, debiste decirlo a tiempo
—dijo Pedro, con un tono cortante, bastante comprensible.
—No le hagas caso —advirtió Edmundo—. Es
una aguafiestas. Tienes tu compás de bolsillo, Pedro, ¿no es cierto? Entonces,
estamos perfectamente bien. Sólo tenemos que seguir la dirección noroeste,
atravesar ese riachuelo, el cómo-se-llama, ah, sí, el Torrente...
—Ya sé cuál —dijo Pedro—. Es el que se
junta con el gran río en los Vados de Beruna, o el Puente de Beruna, como lo
llama el Q.A.
—Eso es. Lo cruzaremos, subiremos la
colina, y a eso de las ocho o nueve estaremos en la Mesa de Piedra, el
Monumento de Aslan, quiero decir. ¡Espero que el Rey Caspian nos reciba con un
buen desayuno!
—Y yo espero que tú tengas razón
—insistió Susana—. No me acuerdo de nada.
—Eso es lo malo con las niñas —dijo
Edmundo a Pedro y al Enano—. Nunca pueden tener un mapa en sus cabezas.
—Nuestras cabezas tienen otras cosas
dentro —replicó Lucía.
Al principio todo parecía marchar muy
bien. Incluso creyeron haber dado con un viejo sendero; pero si entiendes algo
de bosques, sabrás que uno está siempre encontrando senderos imaginarios que
desaparecen al cabo de cinco minutos, y entonces crees encontrar otro (y ojalá
no sea el mismo) que también desaparece, y después de haber sido tentado
engañosamente a abandonar la dirección correcta, te das cuenta de que ninguno
de ellos era un verdadero sendero. Pero los niños y el Enano estaban
acostumbrados a los bosques y no se desviaban de su ruta por más de unos
segundos.
Continuaron su camino lentamente durante
cerca de media hora (tres de ellos sentían sus músculos tensos por el ejercicio
de remo del día anterior). De pronto, Trumpkin susurró en voz muy baja:
—Deténganse.
Los niños se detuvieron.
—Algo nos sigue —continuó—, o más bien,
algo va a nuestro mismo paso, allá, a la izquierda.
Permanecieron en silencio, escuchando y
esforzándose por ver hasta que les dolieron los ojos y los oídos.
—Es mejor que tengamos el arco preparado
—aconsejó Susana al Enano. Trumpkin asintió, y cuando ambos arcos estuvieron
prontos, el grupo se puso nuevamente en marcha.
Caminaron unos cuantos metros por montes
bastante abiertos, manteniendo una severa vigilancia. Llegaron a un sitio donde
los matorrales se hicieron más tupidos y se vieron obligados a pasar muy cerca
de ellos. Cuando iban cruzando, se escuchó un gruñido y algo apareció
súbitamente, saliendo como un rayo de entre las quebradizas ramas y derribando
a Lucía que, al caer desmayada, alcanzó a escuchar el chirrido de la cuerda de
un arco. Cuando recobró el conocimiento, vio que un gran oso gris de aspecto
feroz yacía muerto a su lado, con una flecha de Trumpkin clavada en su espalda.
—El Q.A. te venció en ese tiro, Su —dijo
Pedro, con una sonrisa un poco forzada. También él estaba perturbado por lo
sucedido.
—Yo... yo reaccioné tarde —dijo Susana,
avergonzada—. Temía que fuera... ya saben... uno de nuestros osos, de los osos
que hablan.
Susana detestaba las matanzas.
—Ese es el problema ahora —asintió
Trumpkin—, porque la mayor parte de las bestias se han vuelto hostiles y han
enmudecido, pero todavía quedan algunas de las nuestras. Nunca se sabe, y no se
puede arriesgar el pellejo para saberlo.
—Pobre Oso —dijo Susana—. ¿No creen que
sería de los nuestros?
—Este no —afirmó el Enano—. Vi su cara y
escuché su gruñido. El buscaba Niñita para su desayuno. A propósito de desayuno,
no quise antes desilusionar a Sus Majestades cuando hablaron de sus esperanzas
en el buen desayuno que les ofrecería el Rey Caspian: la comida está sumamente
escasa en el campamento. En cambio, un oso tiene harta carne. Sería una
vergüenza dejar esta carcasa sin sacarle un pedacito, y no tardaríamos más de
media hora. No dudo de que ustedes, jovencitos..., Reyes, quise decir, saben
desollar un oso, ¿no?
—Vamos a sentarnos lo más lejos posible
—dijo Susana a Lucía—. Me imagino lo horrible que va a ser todo esto.
Lucía se estremeció y asintió. Cuando
estuvieron a prudente distancia:
—Una idea terrible me viene a la cabeza,
Su —dijo.
—¿Qué idea?
—¿No sería espantoso que un día en
nuestro mundo, en casa, los hombres se volvieran salvajes por dentro, como los
animales de aquí, pero parecieran humanos y no pudiéramos saber quién era
quién?
—Bastantes preocupaciones tenemos ahora
y aquí en
Narnia —dijo la práctica Susana—, sin
necesidad de imaginar cosas así.
Cuando regresaron, los niños y el Enano
ya tenían cortada la mejor carne, y calculada la cantidad que podían llevar
consigo. No es muy agradable tener los bolsillos llenos de carne cruda, de modo
que la envolvieron en hojas frescas lo mejor que pudieron. Sabían por
experiencia que, cuando hubieran caminado lo bastante como para sentir
verdaderamente hambre, cambiarían de opinión respecto a esos paquetes blandos y
asquerosos.
Prosiguieron su penoso caminar (haciendo
un alto en el primer arroyo que encontraron para lavar tres pares de manos que
lo necesitaban con urgencia), hasta que salió el sol, los pájaros empezaron a
cantar, y cientos de molestas moscas zumbaban entre las ramas de los helechos.
Se fue calmando poco a poco el dolor de sus músculos tensos por el esfuerzo del
remo. Sintieron que su ánimo mejoraba; el sol calentaba más y tuvieron que
quitarse los yelmos y llevarlos en la mano.
—Supongo que vamos bien —dijo Edmundo al
cabo de una hora.
—No creo que podamos equivocarnos
mientras no torzamos muy a la izquierda —dijo Pedro—, Si nos dirigimos demasiado
hacia la derecha, lo peor que puede pasar es que perdamos un poco de tiempo al
encontrarnos con el Gran Río más arriba, en vez de bajar y tomar el atajo.
Y emprendieron otra vez su agotadora
marcha en silencio, sin más ruido que el de sus pisadas y el cascabeleo de sus
cotas de malla.
—¿Dónde está ese maldito Torrente?
—exclamó Edmundo, un buen rato después.
—Creo que ya deberíamos haber dado con
él —dijo Pedro—. Pero no nos queda otro remedio que seguir.
Ambos sentían la mirada ansiosa del
Enano fija en ellos, pero éste no dijo nada.
Continuaron caminando con gran esfuerzo,
sintiendo el peso y el calor de sus cotas de malla.
—¡Qué demonios...! —exclamó Pedro de
súbito. Habían llegado sin darse cuenta al borde de un pequeño precipicio desde
donde pudieron ver un barranco y al fondo un río. Al otro lado los acantilados
eran mucho más altos. Fuera de Edmundo (y tal vez de Trumpkin) nadie en el
grupo era experto en escalar montañas.
—Lo siento —se disculpó Pedro—. Es mi
culpa por haberlos traído por este camino. Estamos perdidos. Jamás había estado
en este lugar.
El Enano dejó escapar un débil silbido.
—Por favor regresemos y tomemos la otra
ruta —suplicó Susana—. Yo sabía que nos perderíamos en estos bosques.
—¡Susana! —reprochó Lucía—, no critiques
a Pedro; las cosas están muy mal y él hace lo mejor que puede.
—Y tú tampoco hables así a Su —intervino
Edmundo—. Yo creo que ella tiene razón.
—¡Toneles y tortugas! —exclamó
Trumpkin—. Si nos hemos perdido al venir, ¿qué posibilidades tenemos de
encontrar el camino de regreso? Y si tenemos que volver a la isla y empezar
todo de nuevo, aun suponiendo que lo lográramos, tendríamos igualmente que
darnos por vencidos. A esas alturas Miraz ya habría acabado con Caspian, antes
de que llegáramos allí.
—¿Crees que debemos seguir? —preguntó
Lucía.
—No estoy tan seguro de que el gran Rey
esté perdido —dijo Trumpkin—. ¿Qué impide que ese río sea el Torrente?
—El Torrente no está en un valle
—explicó Pedro, guardando la calma con bastante dificultad.
—Su Majestad dice que no está —dijo
el Enano—, ¿no debería decir estaba? Ustedes conocieron este país hace cientos,
y tal vez miles de años. ¿No puede haber cambiado? Un derrumbe pudo haber
socavado la mitad de aquella colina, dejando la roca desnuda, y ésos serían sus
precipicios al otro lado del valle. El Torrente pudo haber ido ahondando su
cauce en el transcurso de los años, dando forma a los pequeños precipicios de
este lado. O tal vez hubo un terremoto o cualquier otra cosa.
—Nunca pensé en eso —reconoció Pedro.
—Y de todos modos —continuó Trumpkin—,
aun si este río no es el Torrente, su corriente va más o menos hacia el norte
y, por lo tanto, debe caer forzosamente en el Gran Río. Me parece haber
atravesado uno semejante cuando bajaba. Si vamos río abajo a la derecha, daremos
con el Gran Río, quizás no tan arriba como esperábamos, pero al menos más cerca
de lo que estaríamos si hubiésemos seguido mi camino.
—¡Trumpkin, eres un gran tipo! —dijo
Pedro—. Vamos entonces, bajemos por este lado del valle.
—¡Miren, miren, miren! —gritó Lucía.
—¿Dónde? ¿Qué cosa? —preguntaron todos.
—El León —respondió Lucía—. El propio
Aslan. ¿No lo vieron?
La expresión de su rostro había cambiado
y sus ojos brillaban,
—¿Quieres decir...? —empezó Pedro.
—¿Dónde crees que lo viste? —preguntó
Susana.
—No hables como los adultos —dijo Lucía,
dando una patada en el suelo—. No creí verlo. Lo vi.
—¿Dónde, Lu? —preguntó Pedro.
—Justo allá arriba entre esos fresnos
del monte. No, a este lado de la quebrada, y arriba, no abajo. Justo al lado
contrario del camino que ustedes quieren seguir. Y Aslan quería que fuésemos
donde él está... allá arriba.
—¿Cómo sabes que era eso lo que quería?
—preguntó Edmundo.
—El... yo... yo sólo lo sé —tartamudeó
Lucía— por la expresión de su rostro.
Los demás se miraron en silencio y
bastante confundidos.
—Es muy posible que Su Majestad haya visto un león
—intervino Trumpkin—, he oído decir que hay leones en estos bosques. Pero no
podemos asegurar que fuera un león amigo, que habla, como tampoco lo era el
oso.
—¡No seas estúpido! —dijo Lucía—. ¿Crees
que no reconozco a Aslan al verlo?
—Debe ser un león bien entrado en años,
entonces —comentó Trumpkin—, si es alguien que conociste cuando estuviste acá,
hace tanto tiempo. Y si es el mismo, ¿qué puede haberle impedido volverse
salvaje y tonto como muchos otros?
Lucía enrojeció y creo que se hubiera
abalanzado sobre Trumpkin si Pedro no la sujeta de un brazo.
—El Q.A. no entiende, ¿cómo podría
entender? Tienes que aceptar, Trumpkin, que nosotros sí sabemos acerca de
Aslan; un poquito, quiero decir. No hables nunca más así de él; es mala suerte
por un lado, y por otro es una soberana tontería. Lo único que importa ahora es
saber si Aslan estaba realmente allí.
—Pero yo estoy segura de que estaba allí
—repitió Lucía, con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí, Lu, pero nosotros no, ¿entiendes?
—explicó Pedro.
—Lo único que queda es someter esto a
votación —dijo Edmundo.
—Está bien —aceptó Pedro—. Eres el
mayor, Q.A., ¿cuál es tu voto? ¿Arriba o abajo?
—Abajo —dijo el Enano—. No sé nada sobre
Aslan, pero en cambio sé que si doblamos a la izquierda y seguimos por el valle
hacia arriba, podemos demorar todo el día antes de encontrar un lugar por donde
cruzarlo. Mientras que si doblamos a la derecha, hacia abajo, seguramente
llegaremos al Gran Río en un par de horas. Y si es cierto que hay leones en
este lugar, es preferible que nos alejemos de ellos en vez de buscarlos.
—¿Qué dices, Susana?
—No te enojes, Lu —dijo Susana—, pero
creo que deberíamos ir hacia abajo. Estoy muerta de cansancio. Sólo quiero que
salgamos de este detestable bosque y lleguemos al aire libre lo antes posible.
Y nadie, salvo tú, ha visto nada.
—¿Edmundo? —preguntó Pedro.
—Bueno, yo quiero decir esto —dijo
Edmundo, hablando rápido y enrojeciendo—. Cuando descubrimos Narnia la primera
vez, hace un año, o miles de años, como sea..., fue Lucía quien lo hizo y
ninguno de nosotros le creyó. Yo era el más incrédulo, ya lo sé. Sin embargo,
ella tenía la razón. ¿No sería justo creerle esta vez? Voto por ir arriba.
—¡Oh Ed! —dijo Lucía, apretando su mano.
—Ahora es tu turno, Pedro —indicó
Susana—, y espero que...
—Oh, cállate, cállate, deja que un tipo
pueda pensar —la interrumpió Pedro—. Quisiera no tener que votar.
—Eres el gran Rey —dijo Trumpkin en tono
severo.
—Abajo —dijo Pedro, luego de una larga
pausa—. Sé que Lucía puede tener razón, después de todo, pero no puedo
evitarlo. Tenemos que tomar una decisión.
Se fueron río abajo, a su derecha, a lo
largo de la ribera. Lucía iba la última y lloraba amargamente.
X EL REGRESO
DEL LEON
Caminar al borde del barranco no era tan fácil como
parecía. A los pocos metros se enfrentaron con bosquecillos de abetos nuevos
que crecían en las mismas orillas; después de intentar atravesarlos avanzando
agachados y con dificultad para abrirse paso, comprendieron que demorarían por
lo menos una hora en caminar una milla entre esos árboles. Volvieron atrás,
entonces, y decidieron ir rodeando el bosquecillo. Se vieron obligados a
alejarse más de lo necesario hacia la derecha, perdiendo de vista los acantilados
y el mar, y llegaron a temer haber extraviado nuevamente la ruta. Nadie sabía
qué hora era, pero ya empezaba a hacer más calor.
Cuando por fin pudieron volver al borde
del barranco (casi una milla más abajo del punto de donde partieron), notaron que
los precipicios a este lado eran mucho más bajos e irregulares. Pronto
encontraron un paso para bajar a la quebrada y continuaron el viaje por la
orilla del río. Pero antes descansaron un momento y bebieron un largo sorbo de
agua. Nadie hablaba ya de desayunar, ni aun de cenar, con Caspian.
Fue prudente seguir a lo largo del
Torrente en vez de ir por la cumbre, pues pudieron conservar el rumbo; después
de lo sucedido en el bosquecillo de abetos, tenían miedo de alejarse de su ruta
y perderse en medio de esa selva de viejos árboles, donde no había senderos y
no era posible seguir una línea recta. Matorrales de zarzas secas, árboles
caídos, terrenos pantanosos y una densa maleza hacían el camino bastante
tortuoso. Pero tampoco el valle del Torrente era un sitio muy agradable para
viajar por él. Es decir, no era muy agradable para gente que lleva prisa.
Habría sido un sitio delicioso para pasear por la tarde, terminando con una merienda
a la hora del té. Tenía todo lo imaginable para tal ocasión: retumbantes
cataratas; plateadas cascadas; pozas profundas de color ámbar; rocas cubiertas
de musgo; hondos pantanos en las riberas donde podías hundirte hasta más arriba
de los tobillos; una gran variedad de helechos; libélulas fulgurantes como
joyas; a veces algún halcón cruzaba el cielo, y una vez (Pedro y Trumpkin
creyeron verla), un águila. Pero sin duda lo que los niños y el Enano querían
ver lo antes posible era el Gran Río allá abajo y Beruna y el camino hacia el
Monumento de Aslan.
A medida que avanzaban, el Torrente iba
cayendo por pendientes más y más escarpadas. Su travesía ya no era una caminata
sino más bien una escalada; en ciertos lugares, una arriesgada escalada por
rocas resbaladizas con un peligroso declive hacia oscuros abismos, y el río que
rugía furiosamente en el fondo.
Comprenderás el ansia con que miraban
los acantilados a su izquierda buscando alguna señal de hendedura o cualquier
sitio por donde trepar; pero esos acantilados seguían mostrándose hostiles. Era
exasperante, porque todos estaban conscientes de que, si lograban salir del
barranco por ese costado, les faltaría nada más que subir una suave ladera y
luego una corta caminata para llegar al campamento de Caspian.
Los dos niños y el Enano eran
partidarios de encender un fuego y cocinar la carne de oso. Susana no estuvo de
acuerdo; sólo quería, como dijo, "seguir adelante y terminar pronto con
todo eso y abandonar aquellos bosques malditos". Lucía se sentía demasiado
cansada y desdichada para opinar sobre cualquier tema. Pero como no tenían leña
seca, tampoco importaba mucho lo que cada cual pensara. Los niños se
preguntaban si la carne cruda sería tan asquerosa como decían, y Trumpkin les
aseguró que sí lo era.
Si días atrás, en Inglaterra, los niños
hubieran pretendido hacer una excursión como esa, habrían terminado simplemente
agotados. Creo que ya expliqué antes que Narnia los estaba transformando. La
misma Lucía se podría decir que ahora era un tercio de la niña que iba al
internado por primera vez, y dos tercios de la Reina Lucía de Narnia.
—¡Por fin! —suspiró Susana.
—¡Oh, bravo! —exclamó Pedro.
El estrecho valle del río había hecho
una curva y bajo ellos se mostraba ahora todo el panorama, dejando ver la
llanura que se extendía hasta perderse en el horizonte y, entre ésta y el lugar
en que ellos se hallaban, la ancha cinta plateada del Gran Río. Desde allí
podían distinguir el amplio y bajo lugar que fue una vez los Vados de Beruna, y
que ahora estaba atravesado por un largo puente de innumerables arcos. Al final
del puente se divisaba un pueblecito.
—¡Válgame Dios! —exclamó Edmundo—. Fue
allí, donde ahora está ese pueblo, que ganamos la Batalla de Beruna.
Este recuerdo animó a los niños más que
cualquier otro incentivo. No puedes dejar de sentirte más fuerte cuando ves el
sitio donde obtuviste una gloriosa victoria, además de un reino, cientos de
años atrás. Pedro y Edmundo empezaron a hablar sobre la batalla, olvidando sus
pies adoloridos y la pesada carga de sus cotas de malla sobre los hombros. El
Enano escuchaba con gran interés.
Apresuraron el paso. La marcha se hizo
mucho más fácil. Aunque aún se elevaban escarpados acantilados a su izquierda,
el terreno bajaba a la derecha. Pronto el barranco se abrió en un solo valle;
desaparecieron las cataratas y volvieron a encontrarse rodeados de espesos
bosques.
De súbito "fizz" y un ruido
parecido al golpe del pájaro "carpintero. Los niños aún se preguntaban
dónde (siglos atrás) habían escuchado un ruido semejante, y por qué les
producía tanta inquietud, cuando Trumpkin gritó "¡al suelo!", a tiempo
que obligaba a Lucía (que estaba a su lado) a tenderse entre los helechos.
Pedro, que en ese momento miraba hacia arriba tratando de avistar alguna
ardilla, vio lo que era... una larga y dura flecha se había incrustado en el
tronco de un árbol sobre su cabeza. Mientras arrastraba a Susana con él al
suelo, otra pasó silbando sobre su hombro y dio contra el suelo, a su lado.
—¡Rápido, rápido! ¡Retrocedan! ¡Gateen!
—gritó entrecortadamente Trumpkin.
Se volvieron y subieron arrastrándose
por la colina, bajo los helechos, entre nubes de moscas que zumbaban
ensordecedoras. Las flechas llovían a su alrededor; una golpeó el yelmo de
Susana, desviándose con un agudo silbido. Gateaban apresuradamente. La
transpiración corría por sus caras. Luego corrieron casi encorvados. Los niños
sostenían sus espadas en la mano por miedo de tropezar con ellas.
Fue una travesía angustiosa, remontando
la colina una vez más y volviendo al campo que acababan de recorrer. Cuando
sintieron que no eran capaces de correr un metro más, aunque fuera para salvar
sus vidas, se dejaron caer acezantes en el musgo húmedo al lado de una cascada,
tras un peñón. Les sorprendió ver la altura a que habían llegado.
Prestaron atención, pero no se escuchaba
la menor señal de sus perseguidores.
—Bueno, ya pasó —dijo Trumpkin, con un
hondo suspiro de alivio—. No nos están buscando por el bosque; solamente por
los senderos, eso espero. Pero quiere decir que Miraz tiene un puesto de
avanzada allá abajo. ¡Botellas y botellones! De buena nos escapamos.
—Deberían darme unos buenos puñetazos
por haberlos traído por aquí —se lamentó Pedro.
—Al contrario, Su Majestad —dijo el
Enano—. Por una parte, no fuiste tú sino tu Real hermano, el Rey Edmundo, quien
sugirió ir por el Cristalino.
—Parece que el Q.A. tiene razón —admitió
Edmundo, que francamente lo había olvidado ya cuando las cosas se pusieron
difíciles.
—Y por otra parte —continuó Trumpkin—,
si tomábamos mi camino, es muy probable que hubiéramos caído directamente en el
nuevo puesto de avanzada; o al menos habríamos tenido el mismo problema para
eludirlo. Creo que la ruta del Cristalino resultó ser la más conveniente.
—No hay mal que por bien no venga —dijo
Susana.
—¡Pero caramba que se demora en venir!
—exclamó Edmundo.
—Supongo que tendremos que volver a subir
por el barranco —dijo Lucía.
—Lu, eres maravillosa —dijo Pedro—. Eso
es lo más cercano a "yo lo advertí" que has podido decir en todo el
día. Sigamos adelante.
—Y cuando estemos en medio de la selva
—anunció Trumpkin—, digan lo que digan, voy a encender un buen fuego y
prepararé la cena. Ahora tenemos que alejarnos de aquí cuanto antes.
No hay para qué describir la penosa
ascensión del barranco. Fue un esfuerzo agotador pero, curiosamente, se sentían
mucho más animados, con renovadas fuerzas; y la palabra cena había
producido un efecto prodigioso.
Atravesaron el bosquecillo de abetos que
tantos problemas les causó a pleno día y acamparon en una hondonada situada más
arriba. Fue bastante tedioso tener que recoger leña; pero, en cambio, qué
entretenido cuando llameó el fuego y comenzaron a sacar de sus bolsillos los
húmedos y manchados paquetes de carne de oso, que no habrían tenido el menor
atractivo para quien hubiese pasado todo el día en casa. El Enano tenía ideas
espléndidas para cocinar. Envolvió cada manzana (aún les quedaban unas pocas)
en la carne de oso como si se tratara de un pastelillo de manzanas, con carne
en lugar de masa, bastante más gruesa, claro está; lo traspasó con un palo
puntiagudo y lo puso a asar. La carne se impregnó del jugo de la manzana, como
un asado de cerdo con salsa de manzana. Un oso que se haya alimentado por mucho
tiempo de la carne de otros animales, no sabe muy bien; pero un oso que ha
comido mucha miel y frutas es excelente; y éste resultó ser de esos últimos. La
cena estuvo verdaderamente exquisita. Y, como no había que lavar platos,
pudieron tenderse, contemplar el humo de la pipa de Trumpkin, estirar sus
piernas cansadas y conversar. Veían con optimismo la posibilidad de encontrar
al Rey Caspian al día siguiente y derrotar a Miraz en unos pocos días. Sus
esperanzas no tenían gran fundamento, pero así lo sentían.
Pronto fueron durmiéndose uno tras otro.
Lucía despertó del sueño más profundo
que puedas imaginar con la sensación de que la voz más querida para ella en todo
el mundo la estaba llamando por su nombre. Pensó al principio que era la voz de
su padre, pero no era. Luego pensó que era la de Pedro, pero tampoco era su
voz. No quería levantarse; no por el cansancio, porque, por el contrario, se
sentía maravillosamente descansada y todos sus dolores de huesos habían
desaparecido, sino porque se sentía tan feliz y cómoda. Miraba la luna de
Narnia, que es más grande que la nuestra, y el cielo estrellado; el campamento
estaba instalado en un lugar bastante despejado.
"Lucía", se escuchó el llamado
nuevamente; no era la voz de su padre ni la de Pedro. Se sentó, temblando de
emoción, sin miedo. La luna brillaba con tal intensidad que el paisaje del
bosque a su alrededor estaba claro como a la luz del día, aunque su aspecto era
más salvaje. Atrás estaba el bosquecillo de abetos; a lo lejos, a su derecha,
las desiguales cumbres de los precipicios en la ladera más apartada de la
quebrada; frente a ella, un prado de pasto se extendía hasta la entrada de un
claro en el bosque, a la distancia de un tiro de arco. Lucía contempló
fijamente los árboles del claro.
"¡Vaya! Creo que se están moviendo
—se dijo—. Se están paseando".
Se levantó, sintiendo su corazón latir
locamente y se encaminó hacia ellos. Había ciertamente un ruido en el claro, un
ruido como el que hacen los árboles en días de fuerte viento, a pesar de que
esa noche no había viento. Mas tampoco era exactamente el ruido usual de los
árboles. A Lucía le pareció escuchar una melodía en ese ruido, pero no podía
captarla, como tampoco pudo captar las palabras de los árboles cuando casi le
hablaron la noche anterior. Pero había, al menos, un ritmo; a medida que se
acercaba, sentía que sus pies querían bailar. Ahora ya no cabía duda de que los
árboles se estaban moviendo, balanceándose entre ellos, en una especie de
complicada danza campestre. ("Supongo —pensó Lucía— que si la bailan los
árboles, ésta debe ser una danza verdaderamente campestre"). Se encontraba
ya en medio de ellos.
El primer árbol al que miró le pareció a
primera vista no un árbol sino un hombre inmenso de hirsuta barba, con una
espesa mata de pelo. No tuvo miedo, ella estaba habituada a estas cosas. Pero
cuando volvió a mirarlo, era solamente un árbol, aunque aún se estaba moviendo.
No habría podido distinguir si tenía pies o raíces, porque, claro, cuando los
árboles se mueven, no caminan por la superficie de la tierra; la vadean, como
hacemos nosotros en el agua. Sucedió lo mismo con todos los árboles que
observó. De pronto parecían ser las amistosas y encantadoras formas de gigantes
y gigantas que toma la gente-árbol cuando alguna magia benéfica los llama a la
vida; mas luego parecían árboles otra vez. Pero cuando parecían árboles, eran
extrañamente humanos, y cuando eran personas, parecían extraños seres hechos de
ramas y de hojas. Y se escuchaba todo el tiempo aquel curioso ruido cadencioso,
susurrante, fresco, alegre.
—Están casi despiertos, aunque no del
todo —dijo Lucía—. Sabía que ella misma se encontraba absolutamente despierta,
mucho más de lo que uno lo está normalmente.
Se mezcló con ellos sin temores,
bailando y haciendo piruetas para evitar ser derribada por sus colosales
parejas de baile. Pero ya no le interesaban tanto. Quería ir más allá, hacia
otra cosa; hacia ese más allá desde donde la voz amada la llamaba.
Se abrió paso entre los árboles
(preguntándose a veces si en su camino había usado sus brazos para apartar
ramas, o bien para enlazar manos, en una especie de Gran Cadena, con los
enormes bailarines que se inclinaban para alcanzarla) que formaban un verdadero
círculo en torno a un espacio abierto. Salió por fin de esa movediza confusión
de preciosas luces y sombras.
Sus ojos vieron un círculo de pasto,
suave como un césped, a cuyo derredor danzaban oscuros árboles. Y de pronto,
¡qué alegría! Allí estaba El: el inmenso León, reluciente a la luz de la luna,
y bajo él su larga sombra negra.
A no ser por el movimiento de su cola,
hubiera parecido un león de piedra; pero Lucía jamás creyó que lo fuera. Nunca
se detuvo a pensar si era o no un león amigo. Se precipitó hacia él. Sentía que
su corazón estallaría en un instante más. Después, lo único que supo fue que lo
besaba, que abrazaba como podía su cuello, y que hundía su cara en la suavidad
de su hermosa y espléndida melena.
—Aslan, Aslan. Querido Aslan —sollozó
Lucía—. Al fin.
La magnífica bestia se dio vuelta sobre
un costado para que Lucía cayera, medio sentada y medio tendida, entre sus
patas delanteras. Se inclinó hacia ella y rozó suavemente la nariz de la niña
con su lengua. Su aliento cálido la envolvió. Ella contempló su cara grande que
rebosaba sabiduría.
—Bienvenida, hija —dijo.
—Aslan —dijo Lucía—, estás más grande.
—Es porque tú tienes más edad, pequeña —le respondió.
—¿No es porque tú tienes más años?
—No. Pero cada año que pase, tú crecerás
y me encontrarás a mí más grande.
Ella estaba tan feliz que por unos
momentos no quiso hablar. Pero Aslan habló.
—Lucía —dijo—, no debemos quedarnos aquí
mucho más. Tienes una tarea que cumplir y ya se ha perdido demasiado tiempo
hoy.
—Sí, ¿no es cierto que fue una
vergüenza? —exclamó Lucía—. Yo te vi claramente, pero ellos no quisieron
creerme. Son tan...
Desde lo más profundo del cuerpo de
Aslan surgió la vaga sombra de un gruñido.
—Perdóname —suplicó Lucía,
que conocía
algunos de sus estados de ánimo—. No pretendía criticar a los demás. Pero no
fue mi culpa.
El León la miró a los ojos.
—Oh, Aslan —dijo Lucía—. ¿Quieres decir
que sí lo fue? ¿Cómo podía yo?... Yo no podía abandonar a los otros y subir
hacia ti sola, ¿cómo podía hacerlo? Por favor, no me mires así..., bueno,
supongo que hubiera podido. Sí, y tampoco hubiese estado sola, ya lo sé, si
estaba contigo. Pero, ¿de qué hubiera servido?
Aslan no dijo nada.
—¿Quieres decir —dijo Lucía, con voz
débil—, que todo habría resultado bien, de alguna manera? Pero, ¿cómo? Por
favor, Aslan, ¿no puedo saberlo?
—¿Saber lo qué habría sucedido, niña?
—dijo Aslan—. No. Jamás se le dice a nadie.
—¡Qué pena! —suspiró Lucía.
—Pero cualquiera puede descubrir lo que
pasará —prosiguió Aslan—. Si ahora regresas donde los demás, los despiertas y
les cuentas que me has visto otra vez y que deben levantarse de inmediato y
seguirme, ¿qué pasará? Sólo hay una forma de saberlo.
—¿Quieres decir que eso es lo que
quieres que yo haga? —preguntó Lucía, con voz entrecortada.
—Sí, pequeñuela —repuso Aslan.
—¿Te verán los otros también? —preguntó
Lucía. —En un principio, ciertamente no —respondió Aslan—.
Más tarde... todo depende de ellos.
—¡Pero no me van a creer! —exclamó
Lucía. —No importa —dijo Aslan.
—¡Ay, Dios mío! —suspiró Lucía—. Y yo
que estaba tan contenta de encontrarte. Y que pensaba que me dejarías quedarme
contigo. Imaginaba que llegarías rugiendo y asustarías a todos los enemigos
obligándolos a huir, como la última vez. Pero ahora van a pasar cosas
horrendas.
—Es difícil para ti, pequeñuela —dijo
Aslan—. Pero nada se repite dos veces. Hemos vivido tiempos duros en Narnia
antes de ahora.
Lucía sepultó su cabeza en la melena de
Aslan para esconderse de su mirada. Mas su melena debía poseer seguramente
cierta magia: sintió que la fuerza del León se posesionaba de ella. De repente,
se incorporó.
—Perdóname, Aslan —dijo—. Ya estoy
preparada.
—Ahora eres una leona —dijo Aslan—. Y
ahora toda Narnia renacerá. Pero ven, no tenemos tiempo que perder.
Se irguió y caminó con paso majestuoso y
silencioso de regreso a la zona de los árboles danzantes que ella había
atravesado al llegar. Y Lucía fue con él, colocando su mano trémula sobre su
melena. Los árboles se apartaron para abrirles camino y por un segundo
adquirieron su completa forma humana. Lucía vislumbró los altos y encantadores
dioses-bosque y diosas-bosque haciendo una reverencia ante Aslan; en un
instante recuperaron su forma de árboles, pero aún haciendo su reverencia, con
movimientos tan graciosos de sus ramas y troncos que sus venias parecían ser
parte de una danza.
—Ahora, hija —dijo Aslan, una vez que
dejaron atrás los árboles—. Yo esperaré aquí. Ve y despierta a los demás y
diles que me sigan. Si no quieren hacerlo, entonces por lo menos tú sola
deberás seguirme.
Es terrible tener que despertar a cuatro
personas, todas mayores que tú y muy cansadas, para decirles algo que
seguramente no creerán, y tratar de obligarlas a hacer lo que probablemente no
les agradará.
"No debo pensar en eso, sólo tengo
que hacerlo", se dijo Lucía.
Fue primero donde Pedro y lo remeció.
—Pedro —murmuró a su oído—, despierta.
Rápido, Aslan está aquí y dice que tenemos que seguirlo de inmediato.
—Por supuesto, Lu, lo que tú quieras
—dijo Pedro, inesperadamente.
Esta respuesta la animó, pero como Pedro
se dio vuelta y se durmió de nuevo, no sirvió de nada.
Luego ensayó con Susana. Ella despertó,
pero sólo para decir con su irritante tono de persona mayor:
—Has estado soñando, Lucía, vuelve a
dormirte.
Abordó entonces a Edmundo. Fue bastante
difícil despertarlo, pero por fin se despabiló y se sentó.
—¿Eh? —dijo con voz gruñona—. ¿De qué me
estás hablando?
Se lo repitió todo de nuevo. Esa era una
de las partes peores de su tarea, pues cada vez que lo decía le sonaba menos
convincente.
—¡Aslan! —exclamó Edmundo, dando un
salto—. ¡Bravo! ¿Dónde está?
Lucía se volvió hacia el lugar donde
ella podía ver al León que esperaba con sus pacientes ojos fijos en ella. —Allí
—dijo, señalándolo.
—¿Dónde? —preguntó Edmundo otra vez.
—Allí, allí. ¿No lo ves? A este lado de los árboles. Edmundo miró con gran
atención durante un rato. —No. No hay nada allí —dijo—. La luz de la luna te ha
encandilado y estás confundida. A uno le sucede, tú sabes. Pensé que veía algo
de pronto, pero fue sólo una cómo-es-que-se-llama óptica.
—Yo puedo verlo todo el tiempo —dijo
Lucía—. Nos está mirando en este momento.
—Entonces, ¿por qué yo no lo puedo ver?
—El dijo que quizás no serías capaz de
verlo.
—¿Por qué?
—No sé. Eso es lo que él dijo.
—¡Oye, no friegues más! —exclamó
Edmundo—. Ojalá no siguieras viendo cosas. Pero supongo que tendremos que
despertar a los demás.
XI EL LEON RUGE
Cuando todos estuvieron despiertos,
Lucía tuvo que contar su historia por cuarta vez. El profundo silencio que
siguió fue lo más desalentador que se puede imaginar.
—No veo nada —dijo Pedro, después de
forzar la vista hasta que le dolieron los ojos—. ¿Puedes ver algo, Susana?
—No, claro que no —replicó bruscamente
Susana—, porque no hay nada que ver. Lucía estaba soñando. Acuéstate y duerme,
Lu.
—Espero —dijo Lucía con voz trémula— que
todos vendrán conmigo, porque... porque yo tendré que seguirlo con o sin
ustedes.
—No digas tonterías, Lucía —exclamó
Susana—. Por supuesto que no irás sola. No la dejes, Pedro. Se está portando
sumamente mal.
—La acompañaré, si tiene que ir
—declaró Edmundo—. Hasta ahora, ella siempre ha tenido la razón.
—Es cierto —reconoció Pedro—. Y a lo
mejor también tiene razón ahora. Nos fue pésimo bajando el barranco. Pero... a
estas horas de la noche. Además ¿por qué Aslan es ahora invisible para
nosotros? Nunca lo fue antes; esta actitud no es muy de él. ¿Qué dice nuestro
Q.A.?
—Yo no digo nada —respondió el Enano—.
Si todos van, por cierto yo también iré con ustedes; si el grupo se divide, iré
con el gran Rey. Es mi deber con él y con el Rey Caspian. Pero, si me piden mi
opinión personal, yo soy un simple enano que no cree que sea posible encontrar
un camino por la noche si no se pudo encontrar a pleno día. Y no me gustan los
leones mágicos que hablan y no hablan, y los leones amigos que no nos ayudan en
nada, y los leones descomunales a los que nadie puede ver. Desde mi punto de
vista, son sólo idioteces y patrañas.
—Está golpeando el suelo con su pata
para que nos apuremos —dijo Lucía—. Tenemos que ir en el acto. Yo, por lo
menos.
—No tienes derecho a forzarnos a todos
de esta manera. Estamos cuatro a uno y tú eres la menor —dijo Susana.
—Vamos ya —rezongó Edmundo—. Tenemos que
ir, o no nos dejará en paz.
Quería apoyar a Lucía, pero le molestaba
perder su sueño y compensaba su enojo demostrando malhumor.
—En marcha, entonces —decidió Pedro,
tomando cansadamente su escudo y colocándose el yelmo. En otra ocasión le
habría dicho una palabra amable a Lucía, que era su regalona, porque comprendía
lo desdichada que se sentía, y sabía que lo que había sucedido no era culpa
suya. Pero tampoco podía evitar estar molesto con ella.
Susana era la peor.
—Supongamos que yo empezara a
comportarme como Lucía —dijo—. Amenazaría con quedarme aquí aunque el resto de
ustedes decida irse. Y creo que es exactamente lo que haré.
—Obedezca al gran Rey, Su Majestad
—aconsejó Trumpkin—, y vámonos. Si no me permiten dormir, prefiero caminar a
estar parado acá hablando.
Y finalmente se pusieron en camino.
Lucía iba al frente, mordiéndose los labios y tratando de no decir lo que
hubiera querido decir a Susana. Pero se olvidó de todo cuando miró a Aslan. El
caminaba con paso lento a unos treinta metros delante de ellos. Los demás se
guiaban únicamente por las instrucciones de Lucía, pues Aslan no sólo era invisible
para ellos, sino además mudo. Sus grandes patas semejantes a las del gato no
hacían ruido sobre el pasto.
Los condujo a la derecha de los árboles
danzantes (nadie supo si aún bailaban, pues Lucía sólo tenía ojos para el León
y los demás sólo tenían ojos para Lucía) y se acercó al borde de la quebrada.
"¡Terrones y timbales!", pensó
Trumpkin. "Espero que esta locura no termine con una escalada al claro de
luna, y unos cuantos cuellos quebrados".
Durante un buen trecho, Aslan siguió por
la cima de los precipicios. Luego llegaron a un lugar donde unos pocos
arbolitos crecían precisamente en el borde. Allí Aslan dio media vuelta y
desapareció entre ellos. Lucía contuvo el aliento, pues le pareció que se había
lanzado por el acantilado; pero estaba tan preocupada de no perderlo de vista,
que no pensó en nada. Apresuró su paso y pronto estuvo en medio de los árboles.
Al mirar hacia abajo, pudo ver un sendero escarpado y angosto que caía
oblicuamente al barranco entre las rocas, y a Aslan descendiendo por él. Se
volvió y la miró con sus ojos alegres. Lucía palmeó contenta y comenzó a bajar
gateando tras él. A sus espaldas escuchó las voces de los otros gritando:
"¡Eh, Lucía! Cuidado, por el amor de Dios. Estás justo al borde del
abismo. Vuelve..." Y, un instante después, la voz de Edmundo que decía:
"No, ella tiene razón, claro que hay un camino allá abajo".
Edmundo la alcanzó en la mitad del
sendero.
—¡Mira! —le dijo con gran agitación—.
¡Mira! ¿Qué es esa sombra que se arrastra delante de nosotros?
—Es su sombra —repuso Lucía.
—Ahora sí que creo que tú tenías razón,
Lu —dijo Edmundo—. No sé cómo no lo comprendí antes. Pero ¿dónde está él?
—Con su sombra, por supuesto. ¿No lo
ves?
—Bueno, casi creí verlo... por un
momento. Hay una luz tan rara.
—Avanza, Rey Edmundo, avanza —se escuchó
la voz de Trumpkin desde lo alto, y detrás de ellos; luego, más atrás y desde
más arriba, la voz de Pedro que decía: "Apúrate, Susana. Dame la mano.
Hasta un niño podría bajar por aquí. Y deja de quejarte".
Al poco rato llegaron al fondo y el
bramido del agua casi los aturdió. Pisando delicadamente, como un gato, Aslan
saltó de piedra en piedra a través del arroyo. En el centro se paró, se agachó
a beber, levantó su cabeza peluda chorreando agua, y los miró. Esta vez Edmundo
lo vio. "¡Oh Aslan!", gritó y corrió hacia adelante. Pero el León se
escurrió velozmente y comenzó a trepar la ladera al otro lado del Torrente.